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GOLPE DE ESTADO DE 1976

Posted by on 12 diciembre, 2009

24-3 DIA NACIONAL DE LA INSEGURIDAD

El 24 de marzo de 1976 la Junta de Comandantes en Jefe, integrada por el general Jorge Rafael Videla, el almirante Emilio Eduardo Massera y el brigadier Orlando Ramón Agosti, se hizo cargo del poder, dictó los instrumentos legales del llamado Proceso de Reorganización Nacional y designó presidente al general Videla, quien además continuó al frente del Ejército hasta 1978.

El caos económico de 1975, la crisis de autoridad, las luchas facciosas y la muerte presente cotidianamente, la acción espectacular de las organizaciones guerrilleras –que habían fracasado en dos grandes operativos contra unidades militares en el Gran Buenos Aires y Formosa-, el terror sembrado por la Triple A, todo ello creó las condiciones para la aceptación de un golpe de Estado que prometía restablecer el orden y asegurar el monopolio estatal de la fuerza. La propuesta de los militares –quienes poco habían hecho para impedir que el caos llegara a ese extremo- iba más allá: consistía en eliminar de raíz el problema, que en su diagnóstico se encontraba en la sociedad misma y en la naturaleza irresoluta de sus conflictos. El carácter de la solución proyectada podía adivinarse en las metáforas empleadas –enfermedad, tumor, extirpación, cirugía mayor-, resumidas en una más clara y contundente: cortar con la espada el nudo gordiano.

El tajo fue en realidad una operación integral de represión, cuidadosamente planeada por la conducción de  las tres armas, ensayada primero en Tucumán –donde el ejército intervino oficialmente desde 1975- y luego ejecutada de modo sistemático en todo el país (…) Los mandos militares concentraron en sus manos toda la acción y los grupos parapoliciales de distinto tipo que habían operado en los años anteriores se disolvieron o se subordinaron a ellos. (…) La planificación general y la supervisión táctica estuvo en manos de los más altos niveles de conducción castrense, y los oficiales superiores no desdeñaron participar personalmente en tareas de ejecución, poniendo de relieve el carácter institucional de la acción y el compromiso colectivo. Las órdenes bajaban, por la cadena de mandos, hasta los encargados de la ejecución (…) Cada detenido, desde el momento en que era considerado sospechoso, era consignado en una ficha y un expediente, se hacía un seguimiento, una evaluación de su situación y se tomaba una decisión final correspondía siempre al más alto nivel militar. La represión fue, en suma, una acción sistemática realizada desde el Estado.

Se trato de una acción terrorista, dividida en cuatro momentos principales: el secuestro, la tortura, el confinamiento y la ejecución. Para los secuestros, cada grupo de operaciones operaba preferentemente de noche, en los domicilios de las víctimas, a la vista de su familia, que en muchos casos era incluida en la operación. Pero también muchas detenciones fueron realizadas en fábricas o lugares de trabajo, en la calle, y algunas en países vecinos, con la colaboración de las autoridades locales. La operación se realizaba con autos sin patente pero bien conocidos –los fatídicos “Falcon verdes”-, mucho despliegue de hombres y armamento pesado (…) Al secuestro seguía el saqueo de la vivienda, perfeccionado posteriormente cuando se obligó a las víctimas a ceder la propiedad de sus inmuebles, con todo lo cual se conformó el botín de la horrenda operación.

El destino primero del secuestrado era la tortura sistemática y prolongada. La “picana”, el “submarino” –mantener sumergida la cabeza en un recipiente con agua- y las violaciones sexuales eran las formas más comunes; se sumaban otras que combinaban la tecnología con el refinado sadismo del personal especializado, puesto al servicio de una operación institucional de la que no era raro que participaran los jefes de alta responsabilidad. La tortura física, de duración indefinida, se prolongaba en la psicológica: sufrir simulacros de fusilamiento, asistir al suplicio de sus amigos, hijos o esposos, comprobar que todos los vínculos con el exterior estaban cortados, que no había nadie que se interpusiera entre la víctima y el victimario. En principio la tortura servía para arrancar información y lograr la denuncia de compañeros , lugares, operaciones, pero más en general tenía el propósito de quebrar la resistencia del detenido, anular sus defensas, destruir su dignidad y su personalidad (…)  este cuadro se completaba con la degradación de las víctimas, a menudo malheridas y sin atención médica, permanentemente encapuchadas o “tabicadas”, mal alimentadas, sin servicios sanitarios. Muchas detenidas embarazadas dieron a luz en esas condiciones, para ser luego despojadas de sus hijos, de los cuales en muchos casos se apropiaban sus secuestradores (…) Para la mayoría el destino final era el “traslado”, es decir, su ejecución (…) todas la ejecuciones fueron clandestinas. A veces los cadáveres aparecían en la calle, como muertos en enfrentamientos o intentos de fuga (…) en la mayoría de los casos los cadáveres se ocultaban, enterrados en cementerios como personas desconocidas, quemados en fosas colectivas que eran cavadas por sus propias víctimas antes de ser fusiladas, o arrojados al mar con bloques de cemento, luego de ser adormecidos con una inyección. De ese modo, no hubo muertos, sino “desaparecidos”.

Las desapariciones se produjeron masivamente entre 1976 y 1978, el trienio sombrío, y luego se redujeron a una expresión mínima. Fue un verdadero genocidio. La Comisión que las investigó documentó nueve mil casos, pero indicó que podía haber muchos otros no denunciados, mientras que las organizaciones defensoras de derechos humanos reclamaron treinta mil desaparecidos. Se trató en su mayoría de jóvenes, entre quince y treinta y cinco años. Algunos pertenecían a las organizaciones armadas: el ERP fue diezmado entre 1975 y 1976 (…) cuando la amenaza real de estas organizaciones cesó, la represión continuó su marcha. Cayeron militantes de organizaciones políticas y sociales, dirigentes gremiales de base, con actuación en las comisiones internas de fábricas (…) y junto con ellos militantes políticos varios, sacerdotes, intelectuales, abogados relacionados con la defensa de presos políticos, activistas de organizaciones de derechos humanos, y muchos otros, por al sola razón de ser parientes de alguien, figurar en una agenda o haber sido mencionados en una sesión de tortura. Pero más allá de los accidentes y errores, las víctimas fueron las queridas: con el argumento de enfrentar y destruir en su propio terreno a las organizaciones armadas, la operación procuraba eliminar todo activismo, toda protesta social –hasta un modesto reclamo por el boleto escolar-, toda expresión de pensamiento crítico, toda posible dirección política del movimiento popular que se había desarrollado desde mediados de la década anterior y que entonces era aniquilado. En ese sentido los resultados fueron exactamente los buscados.

… el Estado se desdobló: una parte, clandestina y terrorista, practicó una represión sin responsables, eximida de responder a los reclamos. La otra pública, apoyada en un orden jurídico que ella misma estableció, silenciaba cualquier otra voz. No sólo desaparecieron las instituciones de la República, sino que fueron clausuradas autoritariamente la confrontación pública de opiniones y su misma expresión. Los partidos y la actividad política toda quedaron prohibidos, así como los sindicatos y la acción gremial; se sometió a los medios de prensa a una explícita censura, que impedía cualquier mención al terrorismo estatal y sus víctimas, y artistas e intelectuales fueron vigilados. Sólo quedó la voz del Estado, dirigiéndose a un conjunto atomizado de habitantes.

Adaptado de LUIS ALBERTO ROMERO, Breve Historia contemporánea de Argentina, FCE, Bs. As., 2001

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