En Los caudillos, Félix Luna intenta ubicar a cinco personajes de nuestra historia -José Artigas, Francisco Ramírez, Juan Facundo Quiroga, Ángel Vicente Peñaloza y Felipe Varela – dentro de una valoración ecuánime y objetiva que permite determinar su real significación y aporte al país. Generalmente, los caudillos han sido enjuiciados con drástico criterio. Para la historiografía tradicional, estos hombres fueron simples bandidos carentes de pensamiento político y objetivos trascendentes. Para algunos historiadores revisionistas, en cambio, representan una línea de acción valedera y legítima en el marco de un pasado repudiable.
Como no ha sido intención del autor escribir un compendio de historia argentina, limitó al máximo las referencias al contexto, reduciéndose la obra a ubicar cada personaje en su época en la indispensable medida para su comprensión. A continuación, fragmentos del capítulo dedicado a la semblanza de José Artigas.
Una elemental cortesía rioplatense ha evitado que la historiografía liberal de este lado del estuario haya proseguido lanzando contra Artigas las invectivas que inauguraron Mitre y López. Los uruguayos han inferidos a Artigas la condición de héroe nacional y eso reviste al caudillo oriental de una suerte de inmunidad póstuma. Si no hubiera sido así, si Artigas no fuera el «héroe epónimo» de las efemérides escolares y las reiteradas ofrendas florales en la Plaza Independencia, aún estaría sepultado por la versión liberal de la historia.
Sin embargo, aunque su tranquilizadora profesión de héroe nacional lo salve del destino que corrieron otros caudillos de su laya, es difícil encontrar en nuestros historiadores académicos el cabal reconocimiento de las dimensiones del Protector de los Pueblos Libres, en verdad excepcionales. Porque fue, realmente, el fundador del federalismo rioplatense, estuvo infundido por una obsesión emancipadora que lo aparea con San Martín o Bolívar y pasó con dignifad la prueba suprema del infortunio, que es la definitiva piedra de toque para evaluar la calidad humana de los conductores de pueblos.
No debe extrañar la inclusión de Artigas en esta corta galería de caudillos argentinos. Toda su lucha estuvo enmarcada en el contexto nacional, del que jamás quiso salir. Como se verá más adelante, la actitud de Artigas no fue nunca separatista -mal que pese a los autores de su leyenda negra- ni aceptó los ofrecimientos que se le hicieron para constituir la Banda Oriental en una entidad nacional independiente. Cabe bien, entonces, el protector de los Pueblos Libres al lado de otros jefes populares argentinos ya que no podemos sentir como ajeno a este oriental eminente -como no lo sentimos al país que se creó sobre la provincia cuya autonomía defendió con tenacidad.
La historia de Artigas está imbricada con la historia de nuestros primero pasos independientes. Tenía 47 años cuando ocurrió la Revolución de Mayo. Había nacido en Montevideo, de una familia de estirpe aragonesa. Su abuelo había venido con el fundador de la ciudad y fue estanciero y a veces militar, condición que también ejerció su padre. Gervasio José de Artigas 1 trabajó desde joven en tareas camperas, en estancias propias o ajenas, mientras prestaba servicios más o menos permanentes en el cuerpo de blandengues, especie de policía rural creada para defender la campaña oriental de las incursiones de indios, portugueses y cosntrabandistas. Durante veinte años recorrió el futuro caudillo las cuchillas de la Banda Oriental en estas funciones, ascendiendo lentamente y a través de varios años al grado de capitán hacia 1810.
Se había casado en 1805 con una prima suya, de la que sólo hubo un hijo varón; años atrás había engendrado un hijo natural con una muchacha de la campaña. No fue el suyo un matrimonio feliz; su esposa cayó al poco tiempo en un estado de demencia del que salía raramente. Hacia 1810 era Artigas un hombre prestigioso en su comarca: la conocía como pocos y contaba en ella relaciones y sólidos compadrazgos. Durante las invasiones inglesas había desempeñado un brillante papel, permaneciendo insumiso durante todo el período de ocupación británica, llevando y trayendo mensajes de Liniers. Aunque no tenía una posición económica desahogada, contaba con un discreto pasar. Se supone que en esos tiempos era Artigas un hombre de buena planta, pero lo cierto es que no hay retratos auténticos de él; ni de éstos ni de posteriores años. Los artistas uruguayos han tenido que alimentar el natural patriotismo de su país con composiciones que presentan a su fundador como un gallardo cuarentón, de cuadrado rostro y espesas cejas; en realidad, el único retrato del natural data de 1848, cuando Artigas tenía 84 años. Parece una viejita desdentada, afilado el rostro, gastado ya por el tiempo y el silencio. Testigos de la época lo describen como «un hombre… de figura agradable» y también como «de regular estatura, ancho y cargado de espaldas, de rostro agradable, algo calvo, de tez blanca…». Durante sus campañas no solía vestir uniforme militar, magüer la inconografía habitual, sino una levita azul con botones militares, sobre la cual ceñía su sable.
Cuando se produjo en Buenos Aires la deposición del virrey Cisneros y la instalación de la Primera Junta, los orientales que miraban con simpatía estas ocurrencias hablaron con Artigas para inducirlo a encabezar un movimiento afín en la región sujeta a la jurisdicción de Montevideo. Poco se sabe de estas conversaciones; pero lo cierto es que a mediados de febrero de 1811 Artigas abandona su regimiento de blandengues, situado en la Colonia, costea el Uruguay acompañado de dos amigos porteños y de Paysandú cruza a Arroyo a Santa Fe y llegar a Buenos Aires en los primeros días de marzo. En la ciudad porteña, ofrece sus servicios a las autoridades de la Junta y un mes después reaparece en su patria, ascendido a teniente coronel de blandengues y dispuesto a cooperar con las fuerzas que debían moverse en la Banda Oriental contra el poder realista asentado en Montevideo.
Comenzaba así la carrera de este singular personaje cuya pertinacia y férrea voluntad habría de dar muchos disgustos a los dirigentes porteños. «Artigas será el caudillo de mayor prestigio en el litoral argentino, el primer hombre que levantará las masas y el primero que infundirá un aliento popular a la revolución, sacándola del conciliábulo y la trastienda en que se había mantenido hasta entonces. Será también Artigas el primero que rechazará la máscara de Fernando y pedirá que sea declarada la independencia de las provincias» dice J. L. Busaniche. Porque conviene advertir desde ya que en los nueve años de su actuación en el escenario mayor de esa época, Artigas libró invariablemente una lucha orientada en dos direcciones: contra el enemigo externo -llamáranse españoles o portugueses- y contra el poder centralista de Buenos Aires. Emancipación y federalismo serían, entonces, los dos objetivos perseguidos por Artigas con una constancia y una lucidez asombrosas.
Y también conviene insistir que su actitud federalista nunca cayó en el separatismo: Artigas jamás aceptó la idea de hacer de la Banda Oriental un estado segregado de la antigua comunidad virreinal. Incluso rechazó ofrecimientos que en tal sentido se le formularon desde Buenos Aires. Fue entrañablemente argentino (si puede usarse esta palabra en relación a aquellos años de confusas determinaciones nacionales) y además practicó un tipo de democracia mucho más sincera y auténtica que las ficciones rousseaunianas que manejaban por entonces los dirigentes de la revolución.
Porque el prestigio de Artigas era de ésos que denamizan una causa por el solo hecho de pronunciarse; su deserción de las filas realistas había sido como una tácina seña para el paisanaje de la campaña. Cuando repasa el río Uruguay ya están levantándose decenas de espontáneos contingentes. Los españoles, sorprendidos por el súbito pronunciamiento del país vánse retirando hacia Montevideo: la toma de San José es la primera victoria importante de los patriotas. Muere en ella un hermano de Artigas y su resultado pone al caudillo a la vista de Montevideo. Y es entonces cuando recibe un ofrecimiento de las autoridades españolas: el grado militar que quiera, una fuerte suma de dinero y la jefatura de la provincia oriental. No es el primer soborno que se le ofrecerá, ni será la única vez que lo rechace con palabras indigadas.
El 18 de mayo de 1811 se formaliza la primera gran batalla de la campaña, frente a Las Piedras. Casi diez horas dura el encuentro, librado con un feroz entusiasmo por las bisoñas tropas de Artigas. Este aprisionó personalmente al jefe español y debió entreverarse a veces en las líneas para frenar el excesivo fervor de sus hombres. La derrota española fue total y cuando Artigas puso sitio a Montevideo -con el flamante grado de coronel discernido por la Junta de Buenos Aires en premio a la victoria- pareció que la rendición de la plaza era el coronamiento lógico de aquella fulminante y exaltada excursión militar. Pero el virrey Elío era un español empecinado y valiente: armó la defensa de la ciudad y esperó. En junio llega el general Rondeau enviado por la Junta de Buenos Aires para hacerse cargo de las fuerzas que Artigas había organizado y llevado al triunfo: el coronel de blandengues le entrega el mando y continúa sirviendo a sus órdenes. Sólo faltaba un último esfuerzo para derribar el baluarte de la resistencia realista en el Río de la Plata.
Y entonces ocurre lo increíble. El primer Triunvirato -que había sustituido a la Junta- firma con los sitiados un tratado incalificable, reconociendo la «unidad indivisible de la monarquía española… que no tiene otro soberano que el señor Don Fernando VII» y comprometiéndose a retirar las tropas patriotas de la Banda Oriental en toda su extensión, reconociendo al virrey Elío jurisdicción sobre este territorio y los pueblos entrerrianos situados sobre el río Uruguay.
¿Qué había ocurrido? Resultaría extremoso relatar los pormenores de las intrigas que precedieron a ese absurdo armisticio con un enemigo casi vencido. Sólo apuntaremos que en el asunto anduvieron el desaprensivo Manuel Sarratea, miembro del Triunvirato de Buenos Aires y Lord Strangford, ministro británico ante la Corte portuguesa de Río de Janeiro; y que la política de los dirigentes porteños, siempre timorata en todo lo relativo al proceso emancipador, les hizo admitir la clausura del frente oriental ante el mal suceso del ejército patriota derrotado en el Alto Perú. Lo cierto es que el armisticio con los realistas de Montevideo permitió a éstos mantener durante tres años una pistola apuntando al corazón de la Revolución y además, abrió la primera fisión de desconfianza y decepción entre la autoridad de Buenos Aires y Artigas. Pues el jefe oriental no se resignó a aceptar las consecuencias de un instrumento que restauraba el antiguo orden de cosas en su provincia. De todas partes llegaban familias a cobijarse bajo su protección, eludiendo la restauración del poder español y huyendo de los portugueses -que, aprovechando la guerra, estaban ocupando distraídamente el territorio oriental, como solían hacerlo desde mucho antes y lo seguirían haciendo hasta mucho más tarde. Una enorme peregrinación popular empezó a caminar lentamente al lado de Artigas por la costa del río Uruguay; en algunos pueblos sólo quedaban los viejos para morirse. Casi mil carretas transportaban a no menos de 16.000 personas -hombres, mujeres, niños- con sus ganados y pertnencias. Cruzaron el río, y se instalaron en improvisados vivacs hasta asentarse bajo los palmares del arroyo Ayuí, cerca de la actual Concordia. Había trascendido Artigas su condición de jefe militar para convertirse por espontánea decisión de sus paisanos, en un conductor de pueblos. En el caos inaugural del campamento del Ayuí el nombre del caudillo adquiría un prestigio legendario que habría de extenderse por las Provincias Unidas. Se afirma, también, un proceso de ruda democracia agraria cuyas líneas habrían de contraponerse más agudamente con la política que desde Buenos Aires manejaban los dirigentes del Triunvirato; los mismos que luego serían derectoriales y más tarde unitarios. Un bullente proceso popular, emancipador y regionalista hervía en el Ayuí y su expresión cabal era el antiguo blandengue, convertido por la fuerza de las cosas en el vocero de un pueblo que se intuía traicionado o al menos mal interpretado por sus lejanos y desconocidos dirigentes.
Sin embargo, todavía Artigas reconocía formalmente su dependencia de las autoridades de Buenos Aires, recibía de ellas algunos auxilios y alojaba en su campamento a Sarratea -el fautor del tratado de la derrota- designado ahora general de las fuerzas que debían intentar la toma de Montevideo, roto ya el armisticio con Elío. Tres meses pasa el flamante «general» en el campamento artiguista, intrigando con la oficialidad del caudillo y tratando de anular su predicamento. Artigas había formalizado, en su desconcierto, un acuerdo con el Paraguay, ya consolidado en su actitud aislacionista: este hecho, que no tuvo trascendencia en ese momento, pero inauguró una política que seguiría después el Partido Blanco hasta sus últimas consecuencias, ahonda la desconfianza entre el jefe oriental y los dirigentes porteños. Las negociaciones con Sarratea se arrastran todo el invierno de 1812; son inoperantes pero sirven para que Artigas elabore progresivamente su pensamiento federalista. Y contribuyen también a agriar su carácter, naturalmente receloso e introvertido, al punto de devolver sus despachos de coronel a Buenos Aires.
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