por Alejandro H. Justiparán
Eric John Ernest Hobsbawm nació en el verano de 1917 en Alejandría, Egipto. Su madre era austríaca y su padre inglés, hijo de un ruso emigrado a Londres. Poco después de nacer, la familia se traslada a Viena (1919) y más tarde a Berlín (1931), donde vivieron hasta que Hitler llegó al poder. De origen judío, huyó del nazismo a Londres, donde Hobsbawm formó parte de los llamados «historiadores marxistas británicos».
Estudió historia en el Kings College de Cambridge y, dice, ya se consideraba marxista en la escuela. Allí se rodeó de un núcleo de estudiantes marxistas, de quienes, confiesa, aprendió más que de la mayoría de sus profesores. Durante la guerra prestó servicio en el área de educación, volviendo después a Cambridge para obtener su licenciatura. En 1947 fue nombrado ayudante de historia en Birkbeck College, de la Universidad de Londres; titular en 1959, y catedrático de Economía e Historia Social en 1970. Se jubiló en 1982, pero continúa enseñando como profesor visitante en la New School de Nueva York. Con el correr de los años se convirtió en «el historiador vivo más conocido del mundo», Su titánica obra de cuatro volúmenes de Historia del Siglo XIX y XX, dividida en cuatro «eras» lo convirtieron en un clásico, y autor de referencia obligada.
Hobsbawm militó toda su vida en el PC británico. Entre 1946 y 1956 fue uno de los animadores del mítico Grupo de Historiadores del PCGB, que reunió a las que iban a ser las figuras descollantes de la historiografía británica (E.P. Thompson, Maurice Dobb, Christopher Hill, Rodney Hilton, Georges Rudé, etc.). El grupo se diluye tras la invasión soviética a Hungría, cuando parte de los historiadores rompe con el prosoviético PCGB. Hobsbawm permanece en el partido, aunque su lealtad política no le impidió desarrollar un marxismo creativo, extraer conclusiones críticas sobre el futuro de la clase obrera (ya desde los años 70), e incluso sobre el futuro del mundo. Su Historia del siglo XX, por ejemplo, es una obra desencantada, animada por una lucidez pesimista.
El trabajo más importante de Hobsbawm en el campo de la historia mundial, es el proyecto a largo plazo de escribir la historia del siglo XIX. Examinando, como dice, el desarrollo del mundo moderno, divide este siglo en tres fases distintas: La Edad de la Revolución, 1789/1848 (1962), La Era del Capital, 1848/1875 (1975), y La Era del Imperio, 1875/1914 (1987).
Para poder situar adecuadamente su esfuerzo y su contribución a los estudios de la historia mundial, debe recordarse que el paradigma dominante cuando él comienza a escribir era la teoría de la modernización. En esta teoría, los mismos procesos que debían ser explicados (por ejemplo el crecimiento poblacional, la industrialización o la modernización del Estado) se convertían en los móviles del cambio. Además, en oposición a estructuras sociales específicas desde el punto de vista histórico, los historiadores de la modernización nos ofrecen procesos de “liberación” a los que los grupos “modernos” y “racionales” se adaptan.[1]
Hobsbawm no niega el “carácter liberador” de la “revolución dual” (así llama él a la combinación de la revolución industrial británica y la revolución francesa), pero tampoco reduce las contradicciones de los nuevos modos de explotación y dominio del capitalismo industrial a meros problemas sociales, que deben ser superados en el curso posterior de la modernización. Lo que Hobsbawm presenta son estudios que tratan de explicar la formación de las sociedades europeas y del mundo dominado por la Europa del capitalismo industrial del siglo XIX en términos de las luchas estructuradas por las clases de dicho siglo.
Mientras que en La Era de la Revolución describe la transformación mundial a partir de la revolución dual; y en La Era del Capital señala al triunfo burgués, en la Era del Imperio intenta –y consigue- concluir y explicar el “largo” siglo XIX. La idea original del autor, no era embarcarse en un proyecto tan ambicioso, pero si estos tres volúmenes escritos en intervalos a lo largo de los años tienen alguna coherencia, la tienen porque comparten una concepción común de lo que fue el siglo XIX.
Lo que he intentado conseguir en esta obra, así como en los dos volúmenes que la precedieron, es comprender y explicar el siglo XIX y el lugar que ocupó en la historia (…) buscar las raíces del presente en el suelo del pasado y, especialmente, ver el pasado como un todo coherente más que como una acumulación de temas diferentes: la historia de diferentes estados, de la política, de la economía, de la cultura o de cualquier otro tema (…) siempre he deseado saber cómo y por qué están relacionados todos estos aspectos del pasado (o del presente).[2]
Puede verse en Hobsbawm, a un hombre que durante décadas trabajó para trascender los marcos académicos y construir canales de comunicación con un público más vasto. Encontrando el punto donde la narración histórica se articula hábilmente con el planteamiento de problemas, donde la indagación del pasado está animada por las cuestiones del presente, donde lo particular es estudiado desde una perspectiva universal, donde la historia se entronca con la memoria colectiva.
La Era del Imperio no es una narración sistemática ni una exhibición erudita[3], es –como dice su autor- el desarrollo de un argumento, el de la explicación de un proceso de transformación revolucionaria. La obra comienza con una anécdota autobiográfica, la que señala el encuentro de sus padres en el lugar que les hizo coincidir la economía y la política de la era del imperio: Alejandría. El encuentro y posterior casamiento entre dos personas de diferentes orígenes, hubiera sido imposible –para Hobsbawm– en cualquier otro período de la historia anterior al estudiado. El descubrir las causas es una invitación para el lector.
A través de sus diferentes capítulos, Hobsbawm hábilmente recorre los últimos cincuenta años de historia correspondientes al “largo siglo XIX”. En la década de 1870, el progreso del mundo burgués había llegado hasta un punto en el que ya comenzaban a escucharse voces escépticas e incluso pesimistas Tras la generación de una expansión sin precedentes, la economía mundial se hallaba en crisis. La economía cambia de ritmo, siendo “cambio”, la palabra que utiliza el autor para definir al siglo.
La era del imperio, paradójicamente, comprende el período transcurrido entre 1875 y 1914, al que se le puede calificar así no sólo porque en él se desarrolló un nuevo tipo de imperialismo, sino también por otro motivo ciertamente anacrónico. Probablemente, fue el período de la historia moderna en que hubo mayor número de gobernantes que se autotitulaban oficialmente “emperadores” o que eran considerados por los diplomáticos occidentales como merecedores de ese título.
En un mundo que ya manifestaba plenamente los alcances del capitalismo industrial, Hobsbawm describe notablemente los aspectos sociales, políticos y económicos de una burguesía dominante que enfrentaba el problema de la democratización, dilema fundamental del liberalismo decimonónico.En uno de sus capítulos, analiza una de las problemáticas más significativas del siglo en estudio, la de los trabajadores del mundo, y su inserción en la vida política y social.
… con la ampliación del electorado, era inevitable que la mayor parte de los electores fuera pobre (…) era el proletariado la clase cuyos efectivos se estaban incrementando de forma más visible conforme la marea de la industrialización barría todo el Occidente, cuya presencia se hacía cada vez más evidente y cuya conciencia de clase parecía amenazar de forma más directa al sistema social, político y económico de las sociedades modernas(…) Cuando el siglo XIX estaba tocando a su fin, ningún país industrial en proceso de industrialización o de urbanización podía dejar de ser consciente de esas masas de trabajadores sin precedentes históricos, aparentemente anónimas y sin raíces, que constituían una proporción creciente (…) y que probablemente constituirían la mayor parte de la población.[4]
El interrogante planteado era, ¿qué ocurriría si se organizaban políticamente como una clase?. Para Hobsbawm, esto fue lo que ocurrió en Europa, con extraordinaria rapidez. La existencia de partidos de masas obreras y socialistas se había convertido en norma, partidos que representaban a esta clase en sus luchas contra los capitalistas, teniendo como objetivo la creación de una nueva sociedad que liberaría a toda la especie humana. La heterogeneidad de la clase obrera, si bien no impide la formación de una conciencia de clase unificada, plantea en cambio grandes dificultades y conflictos de grupo que parecían incompatibles con la unidad de todos los trabajadores. Hobsbawm encontrará en la ideología transmitida por las organizaciones, un poderoso medio de unificación, junto con una acción colectiva estructurada sin la cual la clase obrera no podía existir como clase. Un tercer factor, que para el autor obligó a la unificación, fue la economía nacional y el estado-nación, elementos cada vez más interconectados.
La obra de Hobsbawm reinterpreta la construcción del mundo moderno por medio de un análisis de la lucha y de la estructura de clases, analizando la formación de las clases obreras como grupos sociales conscientes y organizados entre 1870 y 1914. Como historiador marxista, adhiere a la teoría de la determinación de clases proponiendo la lucha de clases como núcleo del proceso histórico. Sin embargo, no reduce la experiencia humana a lo económico, construyendo un modelo de historia total, en el que describe además, las artes, la ciencia, la política y las costumbres de un siglo XIX analizado en su totalidad, al igual que el proceso de desarrollo capitalista.
Es ese análisis totalizador el que distingue a Hobsbawm de la historiografía tradicional. El hecho simple y al mismo tiempo complejo de una escritura llana que no renuncia a la perspectiva totalizante, ya que da cuenta tanto de los procesos económicos a largo plazo, como de los fenómenos políticos, la dinámica del cambio social, los descubrimientos científicos y sus aplicaciones tecnológicas y los acontecimientos culturales, sin desechar ni unilateralizar ninguno de ellos. Su estilo se ha visto influido por la visión internacionalista y emancipadora del marxismo, junto con un compromiso político con las clases subalternas (que lo llevó a hacer historia «desde abajo»). De ahí su interés universalista y su curiosidad historiográfica en torno de los más diversos temas. Y de ahí también su satisfacción por sentirse heredero y continuador de una antigua tradición de «historia radical», que según sus propias palabras, ha tomado partido:
… del lado del pueblo contra los ricos y poderosos, en oposición a los gobiernos y grupos dominantes, a favor de la razón y contra la superstición, crítica de la reacción.[5]
En pos de su vocación divulgadora, el libro cuenta con significativos cuadros y mapas, a la vez de una completa guía de lecturas complementarias, destinadas a aquel lector que quiera profundizar sus conocimientos acerca del siglo XIX, del que el autor narra su extraña muerte, en un recorrido crucial para la comprensión de nuestro siglo.
[1] Harvey KAYE, Los historiadores marxistas británicos, Zaragoza, Universidad de Zaragoza (Prensas Universitarias), 1989, pág. 146.
[2] HOBSBAWM, Eric, “La era del imperio, 1875/1914”, Bs. As, Crítica, 1988, Pág. 7.
[3] Las fuentes utilizadas por el autor son, en su mayoría, bibliográficas.
[4] Ibídem, “La era del imperio, 1875/1914” Pág. 122 y 126.
[5] HOBSBAWM, Eric, “Entrevista sobre el siglo XXI”, en el suplemento literario del diario Página 12, Radar libros, 14/5/2000, Pág. 3. [5] HOBSBAWM, Eric, “Entrevista sobre el siglo XXI”, en el suplemento literario del diario Página 12, Radar libros, 14/5/2000, Pág. 3.
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