por Alejandro Héctor Justiparán
La especie humana elabora instrumentos, artefactos, códigos de comunicación y convivencia como mecanismos imprescindibles para la supervivencia de los grupos y de la especie. Al mismo tiempo, ponen en marcha mecanismos y sistemas externos de transmisión para garantizar la supervivencia en las nuevas generaciones de sus conquistas históricas. A este proceso de socialización, suele denominársele como proceso de educación.
En los grupos humanos reducidos y en las sociedades primitivas, el aprendizaje de los productos sociales, así como la educación de los nuevos miembros de la comunidad han tenido lugar como socialización directa de la generación joven, mediante la participación cotidiana de los niños en las actividades de la vida adulta. De todas maneras, la complejización de las estructuras y la diversificación de funciones y tareas de la vida en las sociedades cada día más pobladas y complejas, torna insuficientes los procesos de socialización frutos de la convivencia.
Para cubrir tales deficiencias surgen diferentes formas de especialización en el proceso de educación o socialización secundaria (tutor, preceptor, academia…), que han conducido a los sistemas de escolarización obligatoria para todas las capas de población en las sociedades contemporáneas. “… en las sociedades, la preparación de las nuevas generaciones para su participación en el mundo del trabajo y en la vida pública requiere la intervención de instancias específicas como la escuela, cuya peculiar función es atender y canalizar el proceso de socialización”.[1]
Su función parece entonces netamente conservadora: garantizar la reproducción social y cultural como requisito para la supervivencia misma de la sociedad.
De todas maneras, la escuela no es la única instancia social que cumple con esta función reproductora; la familia, los grupos sociales, los medios de comunicación son instancias primarias de convivencia e intercambio que ejercen de modo directo el influjo reproductor de la comunidad social. “La escuela, por sus contenidos, por sus formas y por sus sistemas de organización va induciendo paulatina pero progresivamente en las alumnas y alumnos las ideas, conocimientos, representaciones, disposiciones y modos de conducta que requiere la sociedad adulta. De este modo contribuye decisivamente a la interiorización de las ideas, valores y normas de la comunidad, de manera que mediante este proceso de socialización prolongado, la sociedad industrial pueda sustituir los mecanismos de control externo de la conducta por disposiciones más o menos asumidas de autocontrol”.[2]
Sabemos de todas maneras, que el proceso socializador no es tan simple, el delicado equilibrio de convivencia requiere tanto la conservación como el cambio, y lo mismo ocurre con el frágil equilibrio de la estructura social de la escuela como complejo grupo humano.
Escuela, trabajo y vida pública
Resulta claro que para todos los autores y corrientes de la sociología de la educación, que otro objetivo, básico y prioritario de la socialización de los alumnos/as en la escuela es prepararlos para su incorporación futura en el mundo del trabajo.. Por lo menos resulta así desde el resurgimiento de las sociedades industriales, donde la función principal que la sociedad delega y encarga a la escuela es la preparación de los individuos de las nuevas generaciones para su incorporación futura al mundo del trabajo.
“… Cabe ya indicar que la preparación para el mundo del trabajo requiere el desarrollo en las nuevas generaciones no sólo, ni principalmente de conocimientos, ideas, destrezas y capacidades formales, sino la formación de disposiciones, actitudes, intereses y pautas de comportamiento que se adecuen a las posibilidades y exigencias de los puestos de trabajo y de su forma de organización en colectivos o instituciones, empresas, administraciones, negocios, servicios…”.[3]’
La simplificación y especialización de los puestos de trabajo autónomo en las sociedades postindustriales plantean a la escuela, demandas plurales y contradictorias en el proceso de socialización. La escuela homogénea en su estructura, en sus propósitos y en su forma de funcionar, difícilmente puede provocar el desarrollo de ideas, actitudes y pautas de comportamiento tan diferenciadas como para satisfacer las exigencias del mundo del trabajo asalariado y burocrático (disciplina, sumisión, estandarización) a la vez que los requerimientos del ámbito del trabajo autónomo (iniciativa, riesgo, diferenciación).
Otra función del proceso socializador escolar es la formación del ciudadano para su intervención en la vida pública, de modo que pueda mantenerse la dinámica y el equilibrio en las instituciones y normas de convivencia que componen el tejido social de la comunidad humana. Como afirma Fernández Enguita (1990):
“El Estado responde del orden social y lo protege en última instancia y, en su forma democrática, es uno de los principales pivotes del consenso colectivo que permite a una sociedad, marcada por antagonismos de todo tipo, no ser un escenario permanente de conflictos”.[4]
Ahora bien, la preparación para la vida pública en las sociedades formalmente democráticas, gobernadas por la salvaje ley del mercado en la esfera económica, requiere de la asunción por parte de la escuela de las terribles contradicciones que marcan las sociedades contemporáneas. En un mundo gobernado por la ley de la oferta y la demanda y por las escandalosas diferencias sociales, plantea requerimientos contradictorios a los procesos de socialización en la escuela. ¿Es la escuela, en este marco, transmisora de una ideología cuyos pilares son el individualismo, la competitividad y la insolidaridad?.
No cabe duda de que reconstruir a las escuelas como ámbitos de convivencia democráticos es una de las tareas que deben ser encaradas prioritariamente. “La escuela fue vaciada de contenidos socialmente significativos, reemplazados por formas que tendían a socializar niños y jóvenes de manera autoritaria, jerarquizada y discriminatoria. El orden y la disciplina pasaron a ser funciones escolares mucho más importantes que el aprendizaje”[5] En este contexto, Daniel Filmus plantea que el deterioro de la calidad educativa fue una estrategia concebida tanto para perjudicar a los sectores populares que participan de los circuitos más pobres de la educación, como para facilitar la imposición de un orden extremadamente jerárquico y autoritario.
“… La necesidad de elevar y homogeneizar la calidad educativa no sólo se propuso como un mecanismo favorecedor de la igualdad de oportunidades, sino también como un objetivo a alcanzar en dirección a democratizar las relaciones en el interior de las escuelas”.[6]
En esta sociedad competitiva, se impone la idea de que la escuela es igual para todos, y de que por tanto cada uno llega a donde le permiten sus capacidades y su trabajo personal. Se impone la ideología aparentemente contradictoria del individualismo y el conformismo social.. Se aceptan así las características de una sociedad desigual y discriminatoria pues aparecen como el resultado natural e inevitable de las diferencias individuales en capacidades y esfuerzo.
“Puesto que sólo unos pocos individuos pueden en realidad manifestar sus singulares pensamientos, valores y capacidad artística, dentro de la estructura social, la gran mayoría es abandonada a una común y pobre uniformidad (…) Mientras se crea una poderosa imagen del hombre o la mujer solitaria haciéndose a sí mismos, las sociedades que se basan en el individualismo, en realidad proporcionan pocas oportunidades para que la mayoría de la gente manifieste su individualidad. Es una paradoja significativa que el individualismo y el conformismo social coexistan como partes del mismo orden social dentro de las sociedades avanzadas”.[7]
Es este uno de los pilares del proceso de socialización como reproducción en la escuela. Las personas aceptan inevitablemente las contradicciones del orden existente, resignándose a adaptarse y prepararse para ascender, mediante la competencia que ofrece la escuela común y obligatoria. Así, la escuela legitima el orden existente y se convierte en válvula de escape de las contradicciones y desajustes sociales.
Ángel Pérez Gómez define a esta perspectiva como idealista, “habitualmente hegemónica en el análisis pedagógico de la enseñanza”(Pérez Gómez, 1992) y que erróneamente se le adjudica a la escuela la función de imponer la ideología dominante en forma casi exclusiva. ¿Por qué –se pregunta- debemos continuar mirando el espacio escolar como si en él no hubiera otra cosa en lo que fijarse que las ideas que se transmiten?. Cree que de nada sirve restringir el estudio a los efectos explícitos de los contenidos también explícitos del curriculum oficial. Lo que el alumno aprende y asimila de modo más o menos consciente y que condiciona su pensamiento y su conducta a medio y largo plazo se encuentra más allá y más acá de los contenidos explícitos en ese curriculum.
Escuela e identidad
Oscar Oszlak, sostiene que la existencia y desarrollo de las instituciones estatales puede verse como un verdadero proceso de “expropiación” social, en el sentido de que su creación y expansión implica la conversión de intereses ”comunes” de la sociedad civil en objeto de interés general y, por lo tanto, en objeto de acción de ese Estado en formación. A medida que ello ocurre, la sociedad va perdiendo competencias, ámbitos de actuación, en los que hasta entonces había resuelto las cuestiones que requieren decisiones colectivas de la comunidad.
Categoriza las diversas modalidades con que se manifestó esta penetración en las siguientes modalidades: represiva, cooptativa, material e ideológica, esta última consistió en la creciente capacidad de creación y difusión de valores, conocimientos y símbolos reforzadores de sentimientos de nacionalidad que tendían a legitimar el sistema de dominación establecido.
Si bien inicialmente, el Estado nacional se había edificado fortaleciendo principalmente su aparato represivo, ningún sistema de dominación estable podía sobrevivir sin consolidar, a la vez, un consenso más o menos generalizado acerca de la legitimidad del nuevo orden. Si bien la penetración ideológica del Estado nacional implica lograr que en la conciencia ordinaria de los miembros de una sociedad se instalen ciertas creencias y valores hasta convertirlos en componentes propios de una conciencia colectiva, es preciso diferenciar dos aspectos distintos de este proceso. Por una parte la creación de una conciencia nacional, por otra, la internalización de sentimientos que entrañan una adhesión “natural” al orden social vigente y que, al legitimarlo, permiten que la dominación se convierta en hegemonía.
“… Así como en el primer caso, la penetración ideológica procura crear una mediación entre Estado y sociedad basada en el sentido de pertenencia a una nación, en el segundo promueve el consenso social en torno a un orden capitalista, un modo de convivencia, de producción y de organización social que aparece adornado de ciertos atributos y valores deseables, tales como la libertad e iniciativa individual, la aparente igualdad ante la ley de empresarios y asalariados (…) En ambos casos, lo que está en juego es la capacidad de producción simbólica del Estado, que como se recordará es uno de los atributos de la estatidad que apela al control ideológico como mecanismo de dominación”.[8]
La educación constituyó un vehículo privilegiado en el marco de la estrategia de penetración ideológica del Estado. Al respecto, Tedesco sostiene que “los grupos dirigentes asignaron a la educación una función política y no una función económica” vinculada meramente a la formación de recursos humanos.[9] La escuela primaria cumplía un papel integrador no tanto por la difusión de valores nacionales tradicionales –que sin duda realizaba- sino por la transmisión de valores seculares y pautas universalistas, una de cuyas manifestaciones fue el laicismo.
La educación se concebía más como garantía del orden que como condición del progreso, el criterio axial que lograba imponerse era el de utilizarla como instrumento que asegurase la gobernabilidad de “la masa”.
Al respecto, Cecilia Braslavsky sostiene que “… los políticos, la sociedad en su conjunto y la mayor parte de los grupos que la integran, apostaron a que la escuela sirviese para construir diferentes modelos de sociedad o un proyecto nacional, en cuyo centro se situaron sucesivamente la libertad, el Estado nacional, el progreso y el crecimiento económico y en cuya periferia tuvieron espacios diversos la democracia, el orden y la equidad”.[10]
Todas las personas poseen algún nivel de competencia, pero sostenemos que una buena competencia escolar es uno de los únicos caminos posibles para elevar ese nivel a través de una acción planificada y sistemática orientada en esa dirección y que, como contrapartida, la escuela del siglo XXI sólo servirá si se constituye efectivamente en un camino para ello.
Escuela y conocimiento
En la escuela ha predominado la noción de conocimiento como algo a lo que hay que “acceder o es adecuado “adquirir”, un bien preciado, homogéneo, cerrado en sí mismo, cuya elaboración sería previa al trabajo del estudiante.
“… en la cultura escolar parecen predominar los conceptos de conocimiento como entidad abstracta, como instrumento para llegar a una verdad, como conjunto de contenidos organizados en una estructura. Pero parece estar casi ausente del dominio escolar el conocimiento como producto de un proceso donde se contemple conjuntamente el como y el que de la actividad de conocer. En este sentido, el conocimiento no sería una sumatoria de saberes, sino el producto objetivado y siempre contradictorio de procesos sociales, históricos, culturales y psicológicos.[11]
La noción de conocimiento como un dado, una entidad asimilable por el sujeto está relacionado con la herencia iluminista, y en la escuela argentina con la filosofía positivista que proporcionó los fundamentos para la organización de la instrucción pública a fines del siglo pasado. Algunas de las premisas positivistas armonizaban con las propuestas y necesidades de un Estado en formación, como el nuestro a mediados del siglo XIX. Entre esas premisas, las de progreso indefinido, siempre y cuando se lograra un orden y un administración para pacificar el país de luchas intestinas, sedimentaron profundamente.
En el marco de estos criterios la organización de la escuela y la actividad de conocer tenían por objetivo principalmente permitir el acceso a un bien que los sectores ligados al poder consideraban valioso por su efecto homogeneizador y civilizador. Conocer era salir del oscurantismo, personificado por el caudillaje federal, la cultura indígena y el saber popular y urbano. Conocer era, esquemáticamente, adquirir los principios básicos “para” acompañar el proceso del país. Estos postulados se vinculaban con la racionalidad y la ciencia positivistas.[12]
[1] PÉREZ GÓMEZ, Angel I. “Las funciones sociales de la escuela: de la reproducción a la reconstrucción crítica del conocimiento y la experiencia”. Capítulo primero, página 18.
[2] IBÍDEM, página 18.
[3] IBÍDEM, Página 19.
[4] FERNÁNDEZ ENGUITA, citado por Pérez Gómez, Op. Cit. Página 19.
[5] TIRAMONTI ,G, 1998, citado por DANIEL FILMUS, “Calidad de la educación: discurso elitista o demanda democratizadora”. Página 3.
[6] FILMUS, Daniel, Op. Cit. Página 3.
[7] GOODMAN, 1989, pág 102, citado por Pérez Gómez, Op. Cit. Página 20.
[8] OSZLAK, Oscar. “La formación del Estado argentino”, página 151.
[9] TEDESCO, Juan Carlos, “Educación y sociedad en la Argentina (1880-1900), 1982, página 36.
[10] BRASLAVSKY, Cecilia. “Una función para la escuela: formar sujetos activos en la construcción de su identidad y de la identidad nacional. Página 33.
[11] ENTEL, Alicia, “Escuela y conocimiento”. Página 11.
[12] El “programa civilizador” (Romero, J. L., 1965) concentró la mayor atención de la enseñanza primaria, pero también inspiró la enseñanza secundaria, renovada en el país por Bartolomé Mitre. La influencia positivista también se hizo sentir en la escuela media a través del normalismo, especialmente de la Escuela Normal de Paraná.