por Alejandro Héctor Justiparán
La experiencia presidencial del general Ramírez, fruto del Golpe de Estado de junio de 1943, fue más prolongada que la de su predecesor (el Gral. Rawson, depuesto a poco de asumir), pero en todo caso fugaz, pues debió renunciar el 24 de febrero de 1944. Durante su gestión comenzaron a definirse ciertas líneas de fuerza del proceso político inmediato.
Las líneas se vinculaban con el conflicto interno por la dominación y con la política exterior, que en todo caso era discernible pero no independiente de aquél. El gabinete de Ramírez dio, para los informados, las primeras pautas del sentido del conflicto interno: el ministerio de Guerra fue adjudicado al general Edelmiro J. Farrell, jefe de Perón, y el ministerio del Interior al coronel Alberto Gilbert, amigo del coronel González. Era evidente que el G.O.U. había obtenido una importante victoria. Pero también que los coroneles tendrían importante participación en el gobierno y que la división entre “neutralistas” o germanófilos y los partidarios de los aliados separaba a sus filas. El general Ramírez sólo formuló vagas declaraciones al respecto, y mientras aumentaban las presiones, la incorporación de elementos nacionalistas al gobierno de facto fortalecía la posición neutralista. Poco después se decretaban la disolución de los partidos políticos y la imposición de la enseñanza religiosa obligatoria.
Se rompen relaciones con el Eje. Ramírez deja el poder.
En Enero de 1944 la situación internacional de nuestro país había llegado a un punto de aislamiento insostenible y las amenazas de sanciones económicas parecían inminentes.[1] Ramírez optó entonces por romper relaciones con el Eje, medida recibida burlonamente por los sectores aliadófilos y restó al gobierno el apoyo de gran parte del nacionalismo. En el orden interno, provocó la renuncia del propio Ramírez, cuyo desgaste no pudo resistir la presión de los coroneles de la guarnición de Buenos Aires, liderados ya por Perón.[2]
Se había convenido en levantar el virtual bloqueo económico que pesaba sobre la Argentina a cambio de la declaración de guerra. De no hacerlo, nuestro país no podría participar en la Conferencia de San Francisco en la que se constituiría la Organización de las Naciones Unidas. Era un trago durísimo para un gobierno cuyos sostenedores habían lanzado la consigna “Soberanía o muerte”.
En pocos meses, pues, se habían consumado tres golpes de Estado. El primero contra Castillo, desde fuera del poder. El segundo y el tercero desde dentro, contra Rawson y Ramírez. Para evitar complicaciones, era preciso que no hubiera una discontinuidad formal entre Ramírez y su sucesor. El texto original de la renuncia de Ramírez fue retirado, y se difundió una versión oficial en la que delegaba el poder en el vicepresidente Farrell, “fatigado” por al intensidad de sus tareas de gobierno.
La presidencia de Farrell
Farrell y Perón
La declaración de guerra había sido una humillación para el gobierno militar y lo debilitó frente a la opinión pública y frente a las fuerzas armadas. Ahora, la claudicación del 27 de marzo sólo podía tener una secuela lógica: el llamado a elecciones.
Sin embargo, aunque la política internacional había sido conducida sobre premisas equivocadas (el triunfo alemán), el gobierno de facto no había fracasado en otros aspectos. Más aún, en gran medida había tutelado un proceso nacional de extraordinaria trascendencia. El valor de la producción industrial había superado, por primera vez, el de la tradicional producción agropecuaria en 1943. Entre 1942 y 1946 se habrían creado 25.000 nuevos establecimientos industriales de diversa envergadura.
Naturalmente, este proceso se debía en gran parte al proteccionismo forzoso impuesto por la guerra. El gobierno de facto no condujo al proceso de industrialización, pero tampoco intentó frenarlo y concretó algunas iniciativas para estimularlo.[3]
A través de los 20.000 decretos firmados por el Poder Ejecutivo de facto entre 1943 y 1946, se percibe el deseo de modernizar la estructura del Estado. Pero la obra de mayor trascendencia del gobierno revolucionario fue dada a través de una serie de medidas adoptadas bajo la directa conducción de Perón, en el orden social.
La designación –según parece, la “autodesignación- de Perón en el departamento Nacional del Trabajo, provocó una política cuya intención pudo estar nutrida de demagogia pero que, tendía a una mejor redistribución de la riqueza nacional y al establecimiento de relaciones más humanas entre el capital y el trabajo.
Con este espíritu es extendió el régimen jubilatorio, se crearon los tribunales del trabajo y el decreto sobre asociaciones profesionales otorgó a los sindicatos una importancia decisiva en la vida nacional. A estas tres medidas fundamentales, deben agregarse otras de carácter circunstancial como la aprobación de estatutos para diversos gremios, el pago de vacaciones, institución del aguinaldo, diversos aumentos de salarios, etc.
Cambios en el escenario nacional
Los cambios realizados en política exterior y el cada vez más significativo trabajo de Perón en el ámbito social, provocaron un sustancial cambio en la complicada madeja de coaliciones formada en el escenario nacional, y que posibilitó el golpe del 4 de junio. Un sector dirigente, el vinculado a la producción agraria, se veía desplazado parcialmente del control de la economía del país, ya que el rubro que manejaba dejaba de ser el más importante. Entraba en acción otro grupo, el de los empresarios industriales, reclamando apoyo y créditos. Por otro lado, grandes masas de trabajadores se concentraban ahora en el cinturón industrial de las grandes ciudades, especialmente Buenos aires y Rosario.
Borrados de la escena, fruto de su desprestigio, los partidos políticos en los primeros años del régimen no participaban de los acontecimientos nacionales. Los conservadores, damnificados directos de la revolución, se sepultaron en un hosco resentimiento, los radicales, en un primer momento favorecidos por la caída de Castillo, fueron retrayéndose a medida que el gobierno evidenciaba su escasa simpatía por la causa aliada. En cuanto a los socialistas y demócratas progresistas, ejercían su descontento hacia los sectores nacionalistas que formaban parte del gobierno. Los comunistas no tardaron en enfrentar al gobierno de facto desde la clandestinidad.
Así, a pocos meses de la revolución, todos los partidos políticos estaban pronunciados contra el régimen militar, el que no se manifestaba preocupado, ya que el país real no estaba ya representado por los partidos políticos.
En cuanto a la Iglesia, el gobierno inaugurado con el golpe de junio, contó con el apoyo y participación de muchas figuras del catolicismo dominante. La prensa nacionalista celebró largamente el suceso, en el que veía, por fin, la encarnación de sus proyectos. Se ha señalado que la identificación entre el gobierno y los grupos católicos no era total. La acción gubernativa –que evocaba la alianza entre la cruz y la espada- parece haber chocado a quienes esperaban una integración del catolicismo en términos menos castrenses y más delicados. Pero las diferencias no eran fundamentales, este gobierno se acercaba mucho a lo que los católicos buscaban, sobre todo después de los primeros actos del gobierno de Ramírez.[4]
A partir de los cambios inesperados por parte del gobierno, los cuadros reclutados en las filas católico-nacionalistas veían peligrar sus objetivos. La declaración de guerra y ruptura de relaciones con el Eje, provoca la renuncia de la mayoría de los nacionalistas: era el fin de su hegemonía y el inicio de la de Perón. Las reformas instauradas por la Secretaría de Trabajo y Previsión, forzaron a un replanteamiento por parte de los católicos, en cuanto a la justicia social y al papel de los obreros en la sociedad. Además debían pronunciarse sobre la personalidad que emergía como el nuevo depositario de la confianza popular.
La confusión aumentaba al comprobar que Perón se apropiaba de algunos de sus slogans: un discurso nacionalista en el plano económico, la reivindicación de sus encíclicas papales para imprimir un signo cristiano a su obra social, la posibilidad de consolidar la enseñanza religiosa mediante este heredero del régimen que la había implantado. Estas ventajas venían acompañadas de elementos menos atractivos. Fue sobre todo el aspecto obrerista y populista del gobierno lo que provocó objeciones entre los intelectuales nacionalistas.
Los sindicatos y Perón
Cuando se produjo la revolución de 1943 existían cuatro centrales obreras antagónicas, dos de ellas de tendencia socialista y una anarquista. El régimen militar que conquistó el poder con el golpe del 4 de junio clausuró e intervino varios sindicatos, promulgó un “estatuto de las organizaciones gremiales” de corte totalitario y reprimió movimientos reivindicatorios con medidas policiales. La creación de la secretaría de Trabajo y Previsión y la acción personal de Perón modificaron, a partir de noviembre de 1943, una situación tensa que estaba a punto de estallar en una violenta huelga general.
Poco tiempo después y a través de la gestión directa de Perón, una de las centrales obreras –la CGT Nº 1- empezó a absorber a la otra –CGT Nº 2- y adoptó una actitud de colaboración con el gobierno. La transformación no fue difícil: bastó cambiar algunos de los interventores de sindicatos –entre ellos los poderosos ferroviarios, que solicitaron el envío del teniente coronel Domingo A. Mercante-, derogar el decreto fascista y promover la formación de nuevas organizaciones obreras.[5]
La unidad sindical alrededor de la CGT se fue concretando rápidamente; los dirigentes comunistas fueron drásticamente radiados de la conducción sindical. Algunos dirigentes socialistas prefirieron trabajar pacíficamente con el régimen militar y en la medida que obtenían victorias para sus gremios se iban desvinculando de su partido.
El coronel Perón vigilaba muy de cerca el desarrollo de las relaciones entre los sindicatos y el Estado. A pesar de su colaboración con la facción militar de extrema derecha, a cierta altura de este período comprendió que el actual gobierno no podría sobrevivir exclusivamente por la fuerza, como lo habían intentado los regímenes de la década de 1930. Entendió que, para prolongarse en el tiempo, debía contar con un amplio apoyo político del pueblo, y se decidió a emplear el movimiento obrero como la base de ese respaldo.
Al reunirse con dirigentes sindicales, se enteró de sus deseos: igualdad de status con respecto a todos los demás grupos integrantes de la sociedad argentina, y un gobierno representativo de sus intereses y aspiraciones. En lo específico, querían la libertad de agremiación en todo el país, un Ministerio de Trabajo eficaz, sistemas de jubilaciones y de previsión social, y el fin de la intervención oficial en los gremios.
El 27 de octubre de 1943, el gobierno nombra a Perón director del Departamento de Trabajo y Previsión Social. En un mes consiguió aumentar la importancia de su nuevo puesto, al convertir al Departamento en una secretaria independiente cuyo titular poseía rango ministerial. Se halló así en mejor posición para responder a las demandas de los trabajadores. Perón comprendió que –en lo fundamental- los dirigentes gremiales deseaban la ayuda oficial para obtener un nuevo status en la sociedad.[6]
Además de buscar respaldo mediante sus discursos, Perón tenía en claro que debía disputar la herencia nacionalista, llevando a cabo un programa que beneficiara claramente a los trabajadores. Una vez logrado el apoyo de los trabajadores, el objetivo sería reducir la influencia de los partidos Socialista y Comunista. Su política tuvo éxito en la medida que ganó el apoyo de la mayoría de los trabajadores liberales, porque había sido más favorable al movimiento obrero que ninguna otra persona.
Fue aquí, en el terreno gremial, que los socialistas encontraron las más grandes dificultades. Muchos dirigentes de origen y militancia socialista se encontraron con que sus viejas organizaciones adquirían ahora una importancia que nunca habían tenido. Ganaban los conflictos, crecía el número de sus miembros, se robustecían económicamente y encontraban en la secretaría de Trabajo un apoyo total. Y en la medida que sus organizaciones iban adelante, ellos sentían que se debilitaba su vinculación espiritual y disciplinaria con el viejo partido. Las autoridades socialistas veían con angustia que sus activistas más prestigiosos se alejaban calladamente.[7]
Una resolución intentó frenar la deserción ordenaba a los dirigentes socialistas que “en sus relaciones con el gobierno de hecho impuestas por la naturaleza de sus funciones, deben limitarse al trámite ordinario de los asuntos que interesen a la respectiva organización, pero sólo en cuanto tales gestiones encuadren dentro de los límites autorizados por la Constitución y por las leyes que ha sancionado el Congreso Nacional”.[8] El remedio era peor que la enfermedad, pretendía que los dirigentes sindicales ignoraran toda legislación social del gobierno militar y privaran así a sus gremios de los beneficios otorgados.
La depresión y la Segunda Guerra Mundial estimularon el proceso de industrialización en la argentina, al aislarla otra vez de los países europeos que tradicionalmente la proveían de productos terminados. La consiguiente demanda de trabajadores industriales, más la política oficial de restricción de la inmigración, provocaron una gran migración de trabajadores desde las zonas rurales del interior hacia Buenos Aires y las restantes ciudades del país.
Esta nueva variable que se introducía en el escenario nacional, no fue captada en su real dimensión por la dirigencia sindical. Los migrantes internos y los trabajadores sindicalizados se miraban con hostilidad y desconfianza. Los nuevos trabajadores no conocían el socialismo, el fascismo, la democracia o la Constitución de 1853. Su concepto del gobierno derivaba de la relación patrón-peón en la estancia, paternalista y autoritaria.
Es en esta dicotomía obrero nuevo- obrero viejo, que Germani basa su teoría del nacimiento de los movimientos populares en Argentina. Ya hemos visto que si bien, es una variable que debe ser considerada, no es la determinante.
Si bien Perón había conquistado el apoyo de la mayoría de las organizaciones obreras hacia fines de 1944, el mismo no resultaba tan absoluto como parecía. Los gremios liberales que se oponían a Perón eran La Fraternidad, los obreros del calzado, los textiles, una fracción de los empleados de comercio y una fracción de la Unión Tranviaria. Los laboristas, aunque representaban una sustancial mayoría en la CGT, se hallaban en una posición incómoda. Apoyaban las conquistas de Perón y deseaban que continuara el proceso, pero también concordaban con muchas de las críticas de los liberales.
Un año clave, 1945
Algunos historiadores coinciden que para el año 1945 Perón tuvo conciencia de que se acortaban los tiempos. Seguro de su ascendiente en el movimiento obrero, buscó completar la legitimidad que le proporcionaba este liderazgo con un acercamiento al sector radical de cuño yrigoyenista. El radicalismo había padecido desde el abandono de la abstención varios desprendimientos de grupos que no transigieron con la vuelta a las urnas. Entre los más intransigentes se contaba –como ya se ha visto- a los militantes de FORJA y al sabattinismo cordobés. Hay coincidencia en aceptar que Perón inició contactos con alguno de estos grupos entendiendo que las masas radicales que habían seguido a Yrigoyen podían ser captadas con un discurso de tono nacionalista y popular.
Sabattini optó por escuchar propuestas y mantenerse al margen de los acontecimientos sin pronunciarse en contra del gobierno. Efectivamente, el proceso de desgaste se aceleraba. Corrían rumores de actividades conspirativas, la Marina realizó un planteo pidiendo elecciones inmediatas y exigiendo que se prohibiera a los miembros del gobierno hacer propaganda electoral en provecho propio.
La caída del gobierno era inminente, fue entonces que los actores sociales hicieron sus jugadas, concretaron sus alianzas, e intentaron llegar al poder.
El camino hacia el 17 de octubre
[1] Hacia junio de 1944 habían cesado de hecho las relaciones diplomáticas entre nuestro país y el resto del continente. Un invisible pero real cordón sanitario creaba a nuestro alrededor un vacío. En setiembre, una dura declaración del presidente Roosevelt llevó las relaciones argentino-norteamericanas a un punto de congelamiento.
[2] LUNA, FÉLIX. El 45, Sudamericana, Bs. As., 1971, Página 24.
[3] LUNA, FÉLIX. Op. Cit. Pág 29.
[4] El decreto de enseñanza religiosa en las escuelas públicas (Nº 18.411), la represión de las organizaciones comunistas y socialistas, la legalización de la censura de la prensa escrita y radiofónica (decreto Nº 18.496), la disolución de los partidos políticos (decreto Nº 18.498) y la emigración masiva de los profesores liberales de las principales universidades. Citados por CAIMARI, LILA, Perón y la Iglesia Católica, Ariel Historia, Bs. As., 1994. Pág 71.
[5] LUNA, FELIX. Op. Cit. Página 48.
[6] BAILY, SAMUEL. Op. Cit. Página 85.
[7] “A los dirigentes sindicales que Perón no podía captar, los metía presos. Perón arrasó con los cuadros dirigenciales y lanzó a las directivas a militantes que, en la mayoría de los casos, eran ilustres desconocidos dentro de sus gremios.” Testimonio de Américo Ghioldi a Félix Luna, Op. Cit. Página 122.
[8] LUNA, FELIX. Op. Cit. Página 75.
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