Si hablamos de Napoleón Bonaparte, nos referimos a una de las figuras más significativas de la Historia Universal. Esta será la primer entrega de una serie de artículos dedicados a su figura. Y si de comienzos se trata, nuestra primera cita es la isla de Córcega, cuna de Bonaparte.
Si desde las alturas del Elba se mira al anochecer hacia el oeste por encima del mar Tirreno, la mirada se detiene ante un alto macizo montañoso y oscuro que se destaca contra la última luz de la tarde más allá del brillante cinturón de agua que se puede cruzar a vela en un día de buena brisa. La solemne sombra que se yergue abruptamente para penetrar en el cielo se prolonga hacia el sur hasta que al fin se funde con la noche, pero, mientras se ve su perfil, una cumbre un tanto más elevada que las demás, el Rotondo, marca la culminación de la línea.
Aquellas montañas, en sus miles y miles de pies, son Córcega, el país más encantador, más original y unido y, sin embargo, más severo de todas las tierras mediterráneas; una isla que debiera haber sido un reino desde el principio, un pueblo montañés único y con toda la personalidad.
A la sombra de la gran montaña Ratondo, en el lado que mira a Italia por oriente, se agrupa y trepa en torno a una extraña y alta roca el antiguo pueblo de corte. Sobre la roca, en una posición peligrosa y dominándolo todo, está el castillo del lugar. En una de las casas más antiguas y más grandes de dicho lugar situada en la falda de la montaña, una mujer bien plantada, comprendió que estaba de nuevo embarazada. Tenía, cuando más, veinte años, y era a comienzos del invierno de 1768.
Se llamaba Maria Leticia Ramolino; su sangre procedía de los nobles segundones de la tierra toscaza continental, rama joven de la antigua y gran familia Col’ Alto, que se habían distinguido durante varias generaciones antes de cruzar el mar para llegar a la isla.
Allí veréis, entre rocas volcánicas, las tumbas de aquel pueblo antiguo del que misteriosamente procedía la religión y, en cierto sentido, el alma de Roma. Las efigies que hay sobre las tumbas trazan más que ninguna otra, más que las egipcias mismas, un puente entre la vida y la muerte; y una visible majestad, en ninguna otra parte tan profunda ni del mismo género, revela después de treinta siglos las raíces de Etruria. Esas son las verdaderas raíces de nuestro comienzo, la intensidad de su revelación queda para siempre en la mente de quien las ha contemplado, queda como algo distinto del resto de las artes humanas.
María Letizia Ramolino, los ojos grandes, casi negros, generalmente en reposo pero con chispazos de fuego, no los tenia demasiado juntos bajo las cejas regulares y oscuras pero no demasiado anchas; el pelo que le cubría casi toda la frente, era también oscuro –no llegaba a castaño sino donde la luz se reflejaba. Su boca, cuya firmeza permaneció inmutable hasta que cumplió sesenta años era un arco perfecto, exquisitamente curvado, con un toque de ironía, pero más de gravedad y de dominio de sí misma. Era una boca un tanto prieta, con un estrecho espacio superior que afilaba en cierto modo el espíritu que expresaba, y que descansaba, cuando descansaba, en una tenue y delicada sonrisa en que destacaba, pero no mucho, un labio inferior más carnoso que el superior. Los ojos traicionan pasajeros estados de ánimo, pero los labios atestiguan constantemente la subyacente resolución y fortaleza que son el sostén de las horas solitarias.
Se había casado cuatro años antes, demasiado joven incluso para su casta y en aquel clima. Por su falta de madurez murieron los dos primeros hijos que tuvo. Hasta los primeros meses de aquel mismo año de 1768 no había nacido el único que sobrevivía, José, bastante fuerte y sano. Su marido era un joven de dieciocho años, alto, bien parecido, de su propio rango, perteneciente a la nobleza segundota pero de una rama aun más empobrecida que la de ella. Charles Buonaparte, hombre de no mucho carácter, era alegre y valiente, y, como Leticia, no tenía padre. Como las pequeñas y separadas porciones de tierra que acompañaban a su nobleza no podían sostenerlo, se había dedicado a la profesión de leyes y tenía un empleo que le daba para casarse, pero no más. Se habían conocido en Ajaccio, que era su pueblo, pero en este comienzo del invierno de 1768 se las podía llamar rebeldes o refugiados en Corte. Porque la isla se había sublevado y ellos también, y Charles Buonaparte era uno de los dirigentes.
Era la última de muchas rebeliones, ninguna de las cuales había conseguido sus fines, ninguna de las cuales había sido definitivamente vencida como para hacer que, de una vez para siempre, el opresor lograra lo que se proponía. El opresor era la Usura, y la Usura la ejercían los banqueros de Génova, que habían plantado sus talones en los pocos campos de actividad de aquel árido lugar que entre todos producían la riqueza del país que en el resto no era sino vastos espacios de pelada tierra montañosa o gargantas desnudas y salvajes cubiertas de la silvestre y aromática retama que tiende una alfombra sobre las colinas.
Porque Córcega, políticamente bajo el dominio de Génova, estaba mucho más bajo la servidumbre económica de los comerciantes y financieros genoveses; y todo lo que se pudiera estrujar al pueblo como pago de tributos (disfrazados en su mayor parte de intereses de préstamos) se le estrujaba para provecho de la gran ciudad-mercado y del puerto del otro lado del mar.
Como he dicho, al hacerse intolerable la presión, los corsos se habían rebelado una y otra vez aunque entre ellos eran muchos, especialmente entre las grandes familias de las ciudades comerciales de la costa, los que apoyaban al poder extranjero. A esa facción habían pertenecido los Ramolinos, pero Leticia siguió a su marido, y su marido servía a Paoli, jefe de los que sostenían la lucha.
Desde hacia unos años, una nueva complicación se había sumado, la intromisión de la política exterior francesa en los asuntos de la isla. Córcega es italiana. A pesar de su aislamiento, es y será italiana. Pero la tiranía financiera de Génova relegaba a segundo término a esa afinidad. Al desesperar de contener a su víctima, el Banco de Génova se jugó la última carta y recurrió a la monarquía francesa, la cual manifestó que si Paoli conseguía declarar la independencia la isla pasaría a ser en el acto una mera dependencia del poder naval de Inglaterra. A fin de prevenir tal adición a la fuerza de tal rival, el gobierno de Luis XIV consistió en intervenir para imponer el orden al precio de liquidar en parte las reclamaciones de los banqueros genoveses, pero indirectamente, pues, en principio la compra se hizo como entre Estado y Estado.
El contrato había sido concertado en el año en que se casó Leticia, y al principio no se pensó que fuera sino una ayuda temporal; pero en el verano de aquel mismo año de 1768 los franceses se habían apoderado virtualmente de Córcega mediante un tratado, y cuando Chauvelin entró a actuar con 15.000 soldados regulares (fuerza que Génova nunca hubiera podido proporcionar), el partido de Paoli siguió considerándolo como representante de la antigua inequidad y pensando que había llegado como recaudador de préstamos usurarios; y aunque muchos isleños pensaban que el cambio podía traerles un alivio, siguió luchando. En aquel país sin caminos, en el laberinto de valles adecuados para la guerra de guerrillas, el éxito había endurecido a Paoli y a sus patriotas. En septiembre de 1768 se rindieron Borgo, que no está lejos de Bastía –capital y puerto más importante- y un batallón de tropas francesas regulares. El invierno siguiente Chauvelin no pudo pues actuar sino desde Bastia. Paoli pensó en condiciones, pero Inglaterra apoyaba la resistencia, y la resistencia continuó.
La joven casada que esperaba dar a luz varios meses después a este nuevo hijo pasó todo aquel invierno entre planes de batalla y en medio de una rebelión que todavía esperaba triunfar. Tenía tanto entusiasmo como cualquiera de los partidarios de Paoli y estaba orgullosa del papel de su marido. Cabalgaba con él y con sus bandidos en uno de los caballitos que pastaban en libertad como pastan los petisos ingleses en New Forest.
El dia 3 de mayo estaba Leticia presente en el cañoneo con que se inició la última fase, y después del contratiempo se encontró aislada en Murato y a duras penas pudo unirse a su marido y a sus hombres. Una batalla, la del dia 9 en Ponte Novo a orillas del torrente Golo, decidió la guerra. La rebelión había sido vencida.
Los guerrilleros de Paoli se dispersaron y, se refugiaron en las alturas de Rotondo, donde Leticia Buonaparte, ya embarazada de seis meses, soportó con buena salud y energía las tribulaciones de los refugiados y se alojó en cuevas. El 8 de agosto de 1769 un astrónomo del observatorio de París observó con su telescopio un pequeño cometa. No era más que una modesta estrella. Nadie proclamó públicamente el descubrimiento, que no tuvo importancia hasta que mucho después la adquirió retrospectivamente. Una semana más tarde era el 15 de agosto, la mañana de la asunción de Nuestra Señora, a cuya devoción había atribuido Leticia su salvación durante los peligros de la rebelión, cuando a pesar de la carga de su embarazo había seguido a los guerrilleros, hábiles jinetes que la apremiaban a subir a caballo los escarpados senderos y que cruzaban peligrosamente a nado los ríos crecidos por la nieve que en verano se fundía con las alturas.
Parece que la llevaron a la puerta de la Catedral (donde un tío suyo era archidiácono) en la vieja silla de mano de que, con otros escasos pero dignos muebles, podía jactarse la casa de Buonaparte. Con ella iba su medio hermano, hijo de su madre en segundas nupcias, llamado Fesch, de seis años de edad, y cuyo padre había sido un alemán de Basilea que había servido como capitán mercenario en Italia con tropas suizas.
Pero en plena misa la aquejaron los dolores de parto. Llegó a casa justamente a tiempo. Dos sirvientas y su cuñada la asistieron como pudieron. No hubo posibilidad ni tuvieron tiempo de llevarla a la cama y la tendieron en un sofá –viejo como todo el moblaje- y dio a luz al robusto varón a quien iba a llamar “Napoleone”, y que entró a gritos en este mundo. Una vez en su pecho, la madre pensó en el día que era y lo consagró a la madre de Dios.
Editado de, Belloc Hilaire, Napoleón, Sudamericana, Buenos Aires, 1944.