Hasta mediados del siglo XVIII, la higiene personal prescinde del agua y el jabón e ignora al cuerpo, con excepción del rostro y las manos, unicas partes que se muestran. El agua, que puede colarse, es considerada un agente peligroso, por eso, el aseo es «seco» y se identifica con perfumarse. En El perfume, novela situada en Francia, Patrick Süskind describe así los efectos de lo que, para nuestra cultura, es falta de higiene: En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiercol, los patios apestaban a orina, la cocina a col podrida y grasa de carnero (…) los dormitorios a sábanas grasientas (…) los mataderos a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas, apestaban los dientes infectados, los alientos apestaban a cebolla y los cuerpos, cuando ya noeran jóvenes, a queso rancio (…) El campesino apestaba como el clérigo, el oficial de artesano como la esposa del maestro, apestaba la nobleza entera y, si, incluso el rey y la reina apestaban, porque en el siglo XVIII aún no se había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y, por consiguiente, no había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, que no fuera acompañada de ningún hedor.
Citado en «Las revoluciones Atlánticas (1750/1820), alberto Lettieri, Laura Garbarini, Longseller, Bs. As., 2002.
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