El 22 de septiembre de 1866, Bartolomé Mitre, general en jefe de la Triple Alianza, ordenó el asalto a la posición fortificada paraguaya de Curupaytí, al mando de 9.000 soldados argentinos y 8.000 brasileños. Contaba además con el apoyo del cañoneo de la escuadra imperial brasileña y la cooperación de las fuerzas orientales de Venancio Flores. Fue la primera y única batalla planeada y liderada por Mitre.
Su estrategia consistía en un ataque frontal a bayoneta con todas las tropas, simulando luego una retirada a la espera que el enemigo salga en persecución, para más tarde dar media vuelta y batirlos fuera de la fortaleza. Lo que no tuvo en cuenta Mitre, era, en primer lugar, el terreno fangoso tras tres días de lluvia que separaba su posición del enemigo, y en segundo lugar, que los paraguayos, en vez de salir a perseguir a los atacantes, se quedaron mirando como estos desandaban el pantano con gran esfuerzo. El ejército de Mitre tuvo que recorrer por tercera vez el pantano lleno de cadáveres de su propio ejército, para desalojar la “fortificación”, lo que terminó en una tragedia en la que murieron 10.000 argentinos y brasileros y 92 paraguayos. A continuación, el relato de un protagonista de la historia. Historia narrada en primera persona.
Al fin llegó el día del ataque serio: 22 de septiembre de 1866. Era una mañana de primavera espléndida. Si supiera decirlo, diría que en un día tan delicioso, en medio de una vegetación lozana y exuberante como aquella, los esplendores de la naturaleza invitaban más a entonar un himno de regocijo a la vida, que verter lágrimas por los mártires del deber. Siempre recordaré la marcha de esos cuerpos en línea, sobre todo la del 1er cuerpo, que avanzaba gallardo y airoso en línea recta, a la victoria o a la muerte, en cumplimiento de su destino.
(…) Van al asalto de trincheras formidables e inexpugnables, y por la combinación marchan, alta la frente, la mirada bravía y con aire marcial de vencedores. Un paso redoblado exactísimo guía al soldado que lleva bombacha garance (rojo claro) y polaina blanca, haciendo un efecto sorprendente de estos colores sobre la verde alfombra (…) Pasó frente a mí el coronel Rivas, gallarda figura y digno jefe de tanto bravo, y luego Arredondo, impasible, como burlándose de las balas y de la metralla: un invulnerable de cien batallas (…) Y pasa Mansilla, jefe del 12°, el más elegante y buen mozo entre los muchos que lucharán ese día… y con él van sus oficiales, entre ellos el capitán Domingo F. Sarmiento y el teniente Iparraguirre, ambos mandando sus respectivas compañías. Con un gran abrazo me dice Sarmiento: “Hasta luego, inglesito”… más tarde muere de hemorragia, atravesadas las piernas de un balazo; después lo vi muerto ya, llevado sobre una manta por cuatro soldados (…) Iparraguirre, más desdichado aún que Sarmiento, quedó insepulto.
(…) No pretendo contar las peripecias de aquel combate heroico y glorioso (…) Yo cuento lo que vi, algo de lo que sentí y la inmensa pena que me anonadó. Allí, al oeste, sobre el río, y por el campamento del valeroso Porto Alegre, tronaba desde muy temprano el cañón (se refiere a las baterías brasileñas que bombardeaban a la fortaleza), y luego la señal (…) la escuadra, una vez cumplida su misión de demoler, arrasar, aniquilar y reducir a polvo a los defensores de Curupaity, debían dar señal… ¿cuál?… No sé… Pero la dieron y… no habían pulverizado más que las copas de los árboles. A esta señal convenida con el General en jefe, este dio el gran toque de atención que aún me parece oir.
Se lanzaron las tropas brasileñas de Porto Alegre con denuedo brillantísimo. Repetido el toque en las filas argentinas, un momento tán sólo, un momento de silencio y luego: “¡Ataque!”… Como si algún hilo eléctrico uniese a todos los clarines para que a un mismo tiempo repitiesen el toque ansiado, casi al unísono por todo el frente extenso, se oye la orden vibrante del avance a la muerte que repercute en los bosques y repercute también sin duda alguna en los corazones de los que avanzan y de los que esperan. En toda la línea ahora se rompe el fuego de cañón y fusilería, y de las trincheras enemigas se contesta con una avalancha de fuego rasante que diezma los batallones y deja el campo cubierto en pocos minutos de muertos y heridos. Nada puede el valor heroico contra las zanjas inmensas, el campo inundado… Se puede hacer lujo de temeridad y morir. Y eso es lo que se hace (…) Veo al general don Emilio Mitre, el nuestro, impaciente y no poco furioso porque le han pedido que se esté firme. Parece que pidió permiso para avanzar con su segundo cuerpo y algo como una represión ha recibido de su superior, de su buen hermano (se refiere a Bartolomé Mitre). Luego pasa Mansilla, herido en el hombro, luego Fraga, herido en el bajo vientre (…) y sigue la matanza. Parece que nada hicieron los de la escuadra y menos aún el marqués de Caixas o Polidoro (aquí se refiere a las fuerzas brasileñas) que tenían órdenes y habían convenido en hacer un ataque serio a la izquierda de Curupaity, tomándolo por la retaguardia. Si tal cosa hubieran hecho, hubiéramos obtenido una victoria completa.
Los orientales cumplieron bien su rol: pasaron por el flanco y según he oído se colocaron al otro lado de la fortaleza. Si los 10.000 brasileños que quedaron en Tuyutí, hubiesen seguido su ejemplo, ¡que de sacrificios se hubiesen evitado!
¿A qué se debe el fracaso tan completo de este asalto legendario?… El ilustre general Mitre nada ha dicho para disculpar semejante descalabro….
General Ignacio H. Fotheringham
Fuente: BUSANICHE, José Luis, Estampas del pasado, Hachette, Buenos Aires, 1959.
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