¿Cuánto influye el color de nuestra piel en la forma que vemos el mundo y en la forma en que el mundo nos mira a nosotros?
Tres frases escuchadas en una charla sobre racismo se grabaron en la mente del tejano John Howard Griffin: “Un negro del sur jamás le dirá lo que piensa de verdad a un blanco”; “La única manera en que un blanco pueda comprender eso es despertando una mañana con la piel negra”; “Hasta que llegue ese día seguirá habiendo una pared entre negros y blancos en el sur”. Fue entonces que una idea loca invadió a Griffin: fue a ver a un dermatólogo y descubrió que era posible despertarse una mañana con la piel negra. Existe una enfermedad llamada vitiligo, que produce manchas blancas en la piel. Existe una medicación llamada Oxoralen, que oscurece la piel. Si se toman altas dosis de Oxoralen complementadas con sesiones igualmente intensivas de rayos ultravioleta durante una semana… Griffin lo hizo…..
Creyó ver una grieta en la pared que había entre blancos y negros, y trató de colarse por ahí. Se fue a Nueva Orleáns, para experimentar cómo era la vida para alguien con la piel negra. De Nueva Orleáns fue a Mississippi y, de ahí, a Alabama. En 1961, lo contó todo en un librito que tituló Black like me (por un poema de Langston Hughes, que dice: “Y entonces viene la piadosa noche, negra como yo”). Cuenta Griffin que el día en que empezó a tomar la medicación y someterse a los rayos, a solas en un cuarto de hotel de Nueva Orleáns, dejó de mirarse al espejo. Siete noches después, se afeitó a tientas la cabeza, encendió la bombita delante del espejo y se encontró con un completo desconocido: era como si la pigmentación negra le hubiese cambiado las facciones. Tal como le había adelantado el dermatólogo, nadie vería sus rasgos; verían a un negro. Básicamente de esa mirada trata el libro de Griffin: la que recibió un millón de veces a lo largo de esas semanas. La mirada del odio, del asco, del rechazo, la mirada que sencillamente niega dignidad humana al otro, el efecto acumulativo de recibirla una y otra vez, al subir a un ómnibus, al buscar trabajo, al mirar a unos niños blancos de la mano de su madre, al pedir un poco de agua, al sentarse a descansar en un banco de plaza.
Causó rechazo, especialmente en el sur blanco norteamericano, especialmente porque quien escribía el libro era un buen católico tejano, condecorado en la guerra… uno de ellos. Le clavaron una cruz en llamas en su jardín. Le prendieron fuego a un muñeco suyo, con la cara mitad blanca y mitad negra, en la plaza de su pueblo. Griffin se fue con su familia a México. Volvió en 1964, a apoyar el movimiento de derechos civiles. Antes de su primera aparición pública en Mississippi, interceptaron su auto y lo molieron a tal punto a golpes que pasó cinco meses en el hospital.
De Griffin sólo se sabe que quiso dedicar sus últimos años a escribir una biografía de su admirado Thomas Merton, pero volvió a quedarse ciego, esta vez por la diabetes que terminaría matándolo un año después, a los 59. Su enfermedad era pública y notoria, se le había detectado cuando volvió de la guerra, pero la mayoría de los diarios sureños que dieron cuenta de su muerte dijeron que había muerto de cáncer y que ese cáncer se lo había causado la sobredosis de Oxoralen que había tomado en 1959 para oscurecer su piel y escribir su libro. Y nunca se tomaron el trabajo de desmentirlo. Un sureño siempre sabe mejor que nadie de qué muere su negro, aunque ese negro sea blanco.
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