Hemos visto en el artículo anterior, que en Latinoamérica la segunda etapa colonialista se manifiesta a mediados del XIX, cuando Europa estaba en pleno proceso de Revolución Industrial. Se genera así un “nuevo Pacto colonial” o “Pacto Neocolonial”, en el que las potencias no sólo compran las materias primas latinoamericanas, sino que vuelcan aquí sus numerosos productos (manufacturas de origen industrial). El continente ingresa así al nuevo mercado mundial, en el marco de la 2da Fase de la RevoluciónIndustrial, formando parte del proceso denominado “División Internacional del Trabajo”.
a) Explicamos como se implementó el modelo agroexportador.
b) Veamos ahora que sucedió con la propiedad y el uso de la tierra una vez implantado el nuevo modelo.
La posibilidad de producir alimentos para la exportación transformó aceleradamente las estructuras agrarias latinoamericanas. Por un lado, muchas haciendas o estancias de propiedad privada que antes producían para pequeños mercados locales comenzaron a expandir su producción, sea para dedicarse directamente a la exportación, o para atender la también creciente demanda de las ciudades cercanas; se fueron convirtiendo así en verdaderas “empresas capitalistas”, en las que la búsqueda y ampliación constante de la ganancia pasó a ser el objetivo central. Pero, lo que es más importante, el nuevo impulso a la producción trajo consigo un fuerte avance sobre aquellas tierras que todavía permanecían al margen de la explotación con fines comerciales.
En las regiones donde subsistían tierras ocupadas por pueblos originarios nómades, los Estados llevaron adelante campañas militares con el objetivo de integrarlas al territorio productivo. Luego, estas tierras fueron distribuidas por distintos mecanismos entre nuevos propietarios que rápidamente las convirtieron en estancias ganaderas o en haciendas agrícolas. Esto significó en general el exterminio liso y llano de buena parte de esos pueblos indígenas, que la historia oficial presentó durante mucho tiempo como el avance de la “civilización” sobre la “barbarie” ocultando así el verdadero genocidio cometido. El caso más emblemático en este sentido fue la denominada “campaña al desierto” que, encabezada en su etapa final por el Gral Julio Roca, ocupó en pocos años todo el territorio del centro y sur de la Argentina dejándolo a disposición del avance de la propiedad privada. No es casual que este proceso se haya completado en 1879: la demanda externa tornaba mucho más apetecibles las tierras, acelerando el interés por su apropiación privada y poniendo fin a largas décadas en las que el avance de la frontera había sido lento e inestable. Fenómenos similares se dieron en el sur de Chile, donde la población araucana fue sometida a partir de 1880, y en el norte de México, donde los indios yaquis fueron desplazados o exterminados durante el gobierno de Porfirio Díaz.
En otras regiones el proceso equivalente se dio a través del rápido avance de las haciendas agrícolas o ganaderas sobre las tierras de las comunidades indígenas y de la Iglesia. En estos casos, el proceso se vio impulsado y facilitado por disposiciones legales, conocidas como “reformas liberales”, que se fueron imponiendo en los distintos países desde mediados del siglo XIX. El fundamento “liberal” de estas leyes se basaba en la idea de que la tierra debía ser productiva y que la única garantía para ello era la propiedad privada individual y su puesta en vinculación con el mercado. Las tierras en poder de las comunidades eran consideradas, en este sentido, un atraso, una rémora de la sociedad tradicional, un obstáculo para el progreso, al igual que las tierras de la Iglesia; frente a la propiedad colectiva o corporativa (rasgo compartido por comunidades y tierras eclesiásticas) debía imponerse la apropiación y explotación individual, supuesta garantía de “emprendimiento” y explotación “racional” maximizadora.
De todos modos, si ésta fue claramente la tendencia general en América Latina, el proceso tuvo distintos ritmos y modalidades según los países y las regiones. En algunas zonas las comunidades campesinas negociaron o aceptaron la “venta” de sus tierras sin poner resistencia. En otras hubo un enfrentamiento contundente al avance de las haciendas, dando lugar a conflictos sostenidos. Si en algunas regiones las comunidades indígenas desaparecieron definitivamente, en otras lograron subsistir aunque muy menguadas en sus recursos: perdieron buena parte de sus tierras, y sobre todo el acceso al agua y a los mejores suelos, persistiendo como núcleos cultural y territorialmente definidos aunque cada vez más integrados al sistema económico nacional y en consecuencia, cada vez más explotados y empobrecidos. Esta persistencia de comunidades campesinas que, aun acorraladas, conservaban su identidad colectiva, seguirá dando origen a acciones de resistencia que en algunos casos cobraron una intensidad particular y formaron parte fundamental del proceso político de las primeras décadas del siglo XX: la revolución mexicana es un claro ejemplo en ese sentido. En algunos países –siendo Bolivia y Guatemala los ejemplos más contundentes, y en menor medida Ecuador y Perú– los campesinos de origen indígena seguirían siendo una parte numéricamente muy significativa de la población durante todo el siglo XX, dando a sus sociedades un perfil dual, en las que persiste la coexistencia de lenguajes y costumbres europeos y autóctonos y en las que la cuestión étnica constituye una dimensión central de la vida política.
Carpetas docentes de Historia. FaHCE-UNLP
http://carpetashistoria.fahce.unlp.edu.ar/
Imagen: http://lahaciendahistoriaeconomica.blogspot.com.ar/2010/06/como-funcionaba-la-hacienda-de-la.html
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