La ruptura de los vínculos coloniales hispano-portugueses había despertado una creciente atención por los nuevos Estados independientes en la política internacional de la época. Si observamos la historia latinoamericana posterior a la independencia, advertiremos manifestaciones concretas de acción imperialista por parte de las grandes potencias europeas y que ésta va desde simples gestiones diplomáticas a la intervención armada.
Si bien fue durante la segunda mitad del Siglo XIX que Estados Unidos construyó las bases económicas, políticas e ideológicas del imperialismo que iba a llevar adelante en Latinoamérica durante el Siglo XX, un antecedente importante fue, sin dudas, la llamada «Doctrina Monroe«.
En 1823, el entonces presidente de los Estados Unidos, James Monroe, proclama «América para los americanos«, condenando cualquier intento europeo por intervenir o conquistar territorios americanos.
«Los ciudadanos de los Estados Unidos alimentan los sentimientos más amistosos en favor de la libertad y felicidad de sus prójimos del otro lado del Atlántico. En las guerras de las potencias europeas y en asuntos que les conciernen nunca hemos tomado parte alguna, ni es nuestra política tomarla. Sólo cuando nuestros derechos se vean invadidos o estén seriamente amenazados, nos sentiremos lesionados o haremos preparativos para defendernos. en los sucesos de este hemisferio nos hallamos, por necesidad, interesados más directamente y ello por motivos obvios (…) No nos hemos mezclado ni nos mezclaremos en los asuntos de las actuales colonias o dependencias de ninguna potencia europea. Pero en cuanto a los gobiernos que han declarado y sostenido su independencia y que hemos reconocido después de madura consideración y por justos motivos, no podríamos considerar sino como manifestación de sentimientos hostiles contra los Estados Unidos cualquier conato de una potencia europea con el objeto de oprimirlos o de ejercer de cualquier modo una influencia dominante en sus destinos.»
Atribuída a Monroe, la Doctrina fue redactada por su Secretario de Estado, John Quincy Adams, y pretendía garantizar que ninguna potencia europea reclamara territorios en América, advirtiéndose -de esta manera- que la región quedaba bajo el protectorado exclusivo de los Estados Unidos. Claramente se trataba de un reto a la influencia que Gran Bretaña sostenía en el continente.
La posición norteamericana intentaba poner coto a las ambiciones territoriales de los rusos en Alaska, de los ingleses en la frontera canadiense y de impedir una reconquista española de América Latina. En síntesis, la declaración no establecía más que una serie de principios, el de no intervención, de no colonización, el de aislacionismo, valederos para el futuro y oponibles sólo a las potencias europeas.
Pero los problemas internos que sufrían los Estados Unidos impidieron que dichos principios se llevaran a cabo. Y fue así que algunas intervenciones europeas se produjeron en América. En 1833 los británicos ocuparon las Islas Malvinas, en 1838 buques franceses bombardearon Veracruz (México) reclamando el pago de deudas adquiridas, y en ese mismo año y en 1845 buques de guerra franceses y británicos bloquearon el Puerto de Buenos Aires para exigir la libre navegación de los ríos. Entre 1862 y 1864 Napoleón III ocupó México, en 1864 España atacó Perú y bombardeó Valparaíso (Chile).
Una vez que los Estados Unidos pudieron consolidar sus fronteras internas, tras la guerra civil y la expansión de su territorio, dieron inicio a su aventura imperialista.
Gustavo y Helène Beyhaut, América Latina, De la independencia a la segunda guerra mundial, Historia universal Siglo XXI, volumen 23.
Gallego, Eggers-Brass, Gil Lozano, Historia Latinoamericana, 1700/2005, Maipue, Buenos Aires, 2007.