por el Prof. Alejandro H. Justiparán
Las crónicas de la época dicen que ese 9 de julio fue casi primaveral, y que un viento del Norte traía olor a naranjas. El clima político, en cambio, era bastante diferente, inestable y con frentes de tormenta, desde adentro y desde afuera…
Adentro, diferencias entre el grupo gobernante y entre Buenos Aires y el resto de las provincias habían demorado la realización de una independencia que ya era un reclamo de Mariano Moreno, una de las mentes más lúcidas de nuestra revolución, en los albores de la gesta de mayo de 1810. Fronteras afuera, la coyuntura internacional tampoco ayudaba. Fernando VII había recuperado el trono y amenazaba con un gran ejército para recuperar las colonias perdidas. A esto debemos sumarle a Bolívar derrotado, a Chile nuevamente en manos realistas, y a una clara amenaza sobre Salta y Jujuy que apenas resistían por las valientes guerrillas de Güemes.
En ese contexto, Tucumán, centro geográfico del ex Virreinato, fue la ciudad elegida para albergar el Congreso general Constituyente un 24 de marzo –por aquel entonces sin connotaciones nefastas- de 1816. Allí, la Declaración de la Independencia será, básicamente, un acto de coraje, en uno de los peores momentos de la emancipación americana. Nacía entonces ante el mundo una nueva nación, las “Provincias Unidas en Sud América”, libre e independiente de España y de cualquier otra potencia extranjera. Entre sus objetivos figuraba una monarquía constitucional como forma de gobierno y un territorio de influencia que abarcara el Virreinato del Río de la Plata (reintegrando a Paraguay), Chile y Perú, coincidiendo con el proyecto de emancipación continental impulsado por San Martín y Bolívar. Nacemos entonces con límites territoriales y atribuciones soberanas indefinidos. El concepto de Nación Argentina que tenemos actualmente, con límites geográficos precisos, con un sentimiento de identidad y lealtad a la nación, y con una historia y tradiciones compartidas simplemente no existían en 1816.
La independencia dio lugar a una lucha entre hermanos que se extendió por décadas. El sueño sanmartiniano y bolivariano de los «Estados Unidos de América del Sur» nunca habría de concretarse. Utópico, irrealizable, será metódicamente boicoteado por Inglaterra primero y por los Estados Unidos después.
Esta declaración formal es, sin duda, un acto concluido, definitivo, de efectos permanentes. Una etapa que se inicia con los sucesos de mayo y que concluye entonces. A partir de allí, corresponderá a las generaciones venideras la edificación misma de la independencia material de Argentina. Es este un proceso abierto, dinámico, de indudable relevancia presente y futura, que se ha ido edificando lentamente en el pasado y que aún reclama un esfuerzo sostenido de la comunidad nacional.
Dos siglos han pasado. El contenido, el espíritu y las voces de aquellos que forjaron nuestro pasado parece haberse diluido. Nos cuesta reconocernos en un acta con presencia de territorios que hoy conforman países limítrofes y con ausencia de otros que están dentro de nuestras fronteras. Hoy, como ayer, muchos siguen identificándose más con quienes nos colonizaron que con quienes nos hermanan siglos de explotación y de opresión.
Nos parece como un hecho lejano, desprovisto de los elementos de la pasión humana, casi abstractos. ‘Romper las cadenas de la opresión’; ‘Formar una nueva y gloriosa Nación’ son hoy expresiones grandilocuentes, lejanas. En 1816 eran parte de la realidad cotidiana, de los desafíos que se planteaba una dirigencia política muy joven que, con audacia, asumía los riesgos de enfrentar lo establecido.
Un sinfín de equivocaciones – fortuitas algunas e intencionadas otras – nos han colocado hoy en una posición de alarmante sumisión, ante un orden global que ha incorporado formas sutiles de dominación: aquellas que aspiran a convencernos todo cambio que afecte al orden mundial es utópico. Pero así como en 1816 un grupo de visionarios no creyó que nada podía cambiarse, hoy debemos llenar nuestra independencia con los contenidos propios de un desarrollo sostenido, con mayor justicia, distribución equitativa, paz y libertad. A todos y a cada uno de nosotros como argentinos nos cabe un rol protagónico en este sentido. Nuestro desafío hoy es el de construir un país solidario con igualdad de oportunidades para todos. Un país que merezca ser vivido por todos, que nos haga sentir orgullosos. Esta Argentina de hoy, este pueblo que celebra sus 200 años de vida independiente, no puede desoír ese legado, aunque se yerre mientras se avanza, siempre nos debe guiar la voz de la libertad, de la dignidad humana, de la responsabilidad ante nosotros mismos, de la defensa de los derechos humanos. Ninguna crisis, ningún temor, pueden torcer su destino ni apagar su fecunda vocación de grandeza, mientras respaldados en la historia, se conserve la fe en el porvenir.
Se lo debemos a aquellos hombres que forjaron nuestra historia, y también se lo debemos a nuestros hijos. Entonces, y sólo entonces habremos materializado un país independiente y soberano.
Profesor Alejandro H. Justiparán
Discurso a pronunciarse en ocasión de la conmemoración del bicentenario de la Independencia Argentina.