El año de 1930 marca el ingreso de Uriburu al gobierno tras derrocar al gobierno constitucional de Yrigoyen. Este militar de extrema derecha, en representación de una coalición de fuerzas conservadoras similar a la que había dominado a la argentina antes de la guerra, se mostraría hostil a las aspiraciones sindicales.
Pocas semanas más tarde, el 27 de septiembre de 1930, los integrantes de la Confederación Obrera Argentina (COA), controlada por los socialistas, la Unión Sindical Argentina (USA), controlada por los sindicalistas, y un grupo de sindicatos autónomos se fusionaron para establecer la organización que desde entonces ha dominado el movimiento obrero argentino: la Confederación General del Trabajo (CGT).
Se insistió en la independencia de ideas políticas y de grupos ideológicos. Hacia fines de 1933, el programa apolítico de los sindicalistas contaba con el apoyo de la mayoría del Comité Sindical, pero no pudieron conseguir la adhesión de los gremios grandes e importantes aún controlados por los socialistas. Esto provoca hacia 1935 la derrota de los dirigentes sindicalistas a manos de los socialistas, cuyas ideas se adecuaban más a la situación política de la década de 1930. La cooperación con el gobierno que resultó durante la presidencia de Yrigoyen, durante los gobiernos de Uriburu y Justo, equivalía a un suicidio.
“El nacionalismo liberal, surgido dentro del movimiento obrero entre 1935 y 1939, se acentuó durante los cuatro años siguientes porque se lo empleó para nuevos fines. (…) después de 1939 los socialistas utilizaron el nacionalismo para conservar su liderazgo en el movimiento.” “En 1935, los socialistas tuvieron éxito al enfrentar a los sindicalistas por el control de la CGT, empero, como dirigentes del movimiento obrero después de 1935, tampoco pudieron mejorar la actuación de sus antecesores.”[1]
Fue en dichas circunstancias, que comienzan a tomar importancia los sindicatos comunistas. El aumento de la influencia comunista en el movimiento obrero se relacionaba muy de cerca con el aumento de los sindicatos por industria. Durante la década de 1930, la industria argentina se desarrolló con rapidez, junto con el aumento de los trabajadores industriales, organizados por los comunistas.
Mientras los socialistas se peleaban con los comunistas, también debían enfrentar al desafío menor de los gremios sindicalistas, desplazados en 1935, de su posición de privilegio.
El movimiento obrero se fue consolidando durante los años previos y el transcurso de la Segunda Guerra Mundial. Desplazada la corriente sindicalista, la hegemonía había pasado al Partido Socialista, con una competencia seria por parte del Partido Comunista. Ésta era significativa en los gremios de la construcción, la carne, y en otros más nuevos, como los metalúrgicos o los textiles, donde la mayor persecución patronal y oficial sólo daba lugar a que una minoría del personal se agremiara.
En los sindicatos nuevos y pequeños la autoridad máxima era la asamblea de todos los socios, que elegía a la comisión directiva. Los teóricos del Partido Socialista estaban particularmente opuestos a esta forma organizativa, ya que no se sentían muy seguros de controlar ese tipo de reuniones aun cuando contaran con el apoyo de una mayoría de afiliados, que a menudo no iban a esas reuniones, o se retiraban temprano, cansados de las interminables discusiones. Los militantes de base, en cambio, incluso los del propio Partido Socialista, las preferían porque las consideraban una forma directa de democracia, aun cuando concurriera sólo una pequeña parte del personal agremiado.[2]
Para defender a los dirigentes del usual despido o de la negativa a emplearlos, se hacía necesario asignarles un sueldo, lo que les creaba un modo de vida muy distinto al del común de los obreros, que los podían considerar “burócratas”. El Partido Comunista, con bastantes fondos a su disposición, a menudo rentaba a sus militantes, lo que les ayudaba a dedicarse plenamente a las tareas de organización o a no preocuparse si eran echados del empleo por su activismo.
La interferencia de la política partidaria hizo que la CGT se dividiera en dos durante la reunión del Comité Central Confederal de diciembre 1942 a enero 1943. Quedó de un lado la CGT Nº 1, relativamente apolítica, basada en la Unión Ferroviaria y su jefe José Domenech, quien aunque afiliado socialista, era muy independiente de las directivas que provenían de su partido. Del otro lado, la más politizada CGT Nº 2, con socialistas y comunistas, y encauzada hacia la formación de un Frente Popular, como en Francia y en Chile. La dirigían Francisco Pérez Leirós, municipal, y Ángel Borlenghi, de los empleados de comercio, ambos socialistas.
En áreas más periféricas del movimiento obrero se daban nuevas iniciativas, con la formación de un significativo movimiento de “sindicatos autónomos”, o sea que no pertenecían a ninguna de las dos CGT. Eran a menudo simpatizantes del anarquismo.
En 1942, los anarquistas consiguieron organizar cuatro sindicatos autónomos en los grandes frigoríficos de Avellaneda disidentes de los hegemonizados por los comunistas y pronto extendieron su acción a Berisso, donde tenían algunos militantes. Ahí se vincularon con Cipriano Reyes, que tenía una cierta simpatía ideal hacia ellos.
Ofrecieron a Reyes proponerlo como secretario general de la seccional, todavía dentro de la Federación Obrera de la Industria de la Carne (FOIC) comunista o, si no, del nuevo sindicato autónomo que se crearía. Se intentó impugnar la candidatura de Peter, un popular dirigente comunista, en una asamblea que terminó en forma violenta al aparecer la policía, la que se llevó a gran cantidad de gente, con lo que se frustró el intento de quitarle la conducción al PC.
Se inicia a raíz de esto una huelga de diecinueve días, que sólo termina cuando el gobierno libera a Cipriano Reyes y se concede un aumento de cinco centavos la hora; el gremio declara su autonomía de la FOIC y aclama a Cipriano como secretario general. De aquí parte su meteórica aunque breve carrera sindical, en clara alianza con la militancia anarquista, y como alternativa del dominio comunista.
En vísperas de la era de Perón, el movimiento obrero organizado se encontraba en posición ambigua. Por un lado, la CGT contaba con unos 331.000 afiliados, sobre un total de 547.000 obreros sindicalizados en el país. Además, al participar activamente en la campaña antifascista de fines de 1930 y principios de 1940, la CGT había identificado por primera vez al sindicalismo con sectores importantes de a sociedad argentina. Por otro lado, estaba sindicalizado menos de un tercio de los trabajadores industriales del país, y cerca de la décima parte de todas las personas empleadas en relación de dependencia. La abrumadora mayoría de ellos se concentraba en Buenos Aires y Rosario.
El movimiento obrero organizado había elaborado un nacionalismo liberal para defender sus intereses, pero se hallaba dividido y, por cierto, no era un movimiento auténticamente representativo.
[1] BAILY, SAMUEL L. “Movimiento obrero, nacionalismo y política en la Argentina”, página 15.
[2] En 1914, el inmigrante representaba el 59% de los trabajadores sindicalizados, aunque apenas el 47% de la población obrera. Alberto Belloni, “Del anarquismo al peronismo”, citado por Baily, ibídem, pág 20.
DI TELLA, TORCUATO. S. “Historia social de la Argentina contemporánea”. Página 254.