por el Prof. Alejandro Héctor Justiparán
La identidad nacional surge como un nuevo tipo de identidad colectiva hacia mediados del siglo XIX, relacionando de manera directa territorio, unidad política y rasgos identitarios y culturales con el objetivo de determinar la inequívoca existencia de una nacionalidad que sustente y otorgue sentido a la construcción de los nacientes Estados europeos. El surgimiento del nacionalismo y la influencia del pensamiento romántico, que concebía a la nación como una unidad indisoluble, le otorgaron a la ciudadanía características inequívocamente colectivas.
Argentina no fue la excepción, y el registro de su nacimiento como nación fue el desafío historiográfico más significativo en una disciplina que hacia fines del siglo XIX daba sus primeros pasos, a la luz de los trabajos de Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López. La publicación de las diferentes ediciones de “La Historia de Belgrano” de Mitre -la primera de 1858 y la cuarta y definitiva de 1887- y de los volúmenes de “Historia de la República Argentina”, de López -publicada entre 1883 y 1893-, se convirtieron en una referencia obligada para los historiadores argentinos y en un punto de partida para la historiografía nacional, pero que a la vez “solo proyecta sombras sobre las representaciones del pasado que les eran precedentes” (Wasserman, 2001), a aquellos relatos a los que le “faltó un elemento unificador que brinde una escuela histórica entendida como centro de aprendizaje” (Halperin Donghi, 1996).
En esas décadas precedentes, las elites ilustradas habían desarrollado una abundante producción discursiva sobre el pasado rioplatense. Pero al carecer de una disciplina histórica que pudiera dotarlas de un cierto sentido, estas “narrativas del pasado” (Wasserman, 2001) adolecían de una cercanía con los hechos que los privaba de la perspectiva histórica necesaria, remitiendo a la ausencia en la primera mitad del siglo XIX de una historiografía propiamente dicha.
Esta ausencia obedeció a múltiples causas: a la inexistencia de una nación como espacio geográfico, político e ideológico que le otorgue sentido; a la falta de historiadores que desarrollaran el oficio (ya que nos encontramos con memorias justificadoras o fragmentos y ensayos históricos); y, por último, porque el interés presente de exaltar virtudes y valores al evocar determinados actores les otorgaba una finalidad puramente política, alejada de una crítica rigurosa de forma, fondo y estilo. [1]
Las tensiones y los conflictos desatados, sumados a la cercanía en el tiempo de los sucesos revolucionarios de Mayo, dificultaban entonces el análisis histórico, como puede observarse en los escritos del Dean Funes (1816/1817) y en el posterior debate acerca de quienes había protagonizado dicha gesta, en el Congreso Constituyente de 1826.[2]
La Revolución de Mayo se convirtió entonces en una referencia obligada como momento iniciático de la Nación Argentina, un desafío intelectual para sus contemporáneos, quienes “debieron explicarla, darle sentido y legitimarla; es decir, pensarla”.[3] Desde su gesta, se realizaron lecturas diversas sobre ese hito fundacional, así, “no fue solo lo que sucedió, sino lo que sucesivas generaciones y apropiaciones intelectuales hicieron con lo que pensaban que había sucedido” (Fradkin y Gelman, 2010).
El presente trabajo tiene como objetivo el de recorrer las diferentes interpretaciones -a través de una selección de autores- que se hicieron acerca de la Revolución de Mayo, comparando aquellas realizadas al calor de los acontecimientos -en las primeras décadas que le sucedieron- con la visión mitrista que le otorgó la confirmación de una nacionalidad previamente existente. Los sujetos que la protagonizaron, las fuerzas que la movilizaron y el sustento ideológico que la guiaban, se convirtieron en escenarios en disputa buscando otorgarle sentido y legitimidad a la luz de diferentes coyunturas históricas.
AL CALOR DE LOS ACONTECIMIENTOS
Varios son los textos que al calor de los acontecimientos narraron la revolución. Así, encontramos los trabajos de Manuel Moreno (1812), del Deán Gregorio Funes (1816), o de Manuel Belgrano (1814), quienes entre otros se encuentran en la primera década de mayo de 1810. Todos coinciden en su crítica al período virreinal, haciendo hincapié en destacar los factores externos a la hora de buscar las causales de la revolución.
Manuel Moreno (1781/1853) publicó en 1812 su “Vida y memorias de Mariano Moreno”, como un homenaje póstumo a su hermano fallecido el año anterior. Su obra fue una de las primeras versiones de los acontecimientos revolucionarios, personificando dicho proceso en la figura del secretario de la Primera Junta Provisional Gubernativa de las provincias del Río de la Plata. Moreno, otorgándole centralidad a las causales coyunturales externas y a la crisis del régimen español en América, se pregunta si es sabiduría y suavidad “condenar a quince millones de habitantes a vegetar en la ociosidad y pobreza (…) sujetar a aquellos países (las colonias) a un gobierno militar y despótico (…) o a condenar a los indios a la condición de tributarios de la Corona”[4]. Los acontecimientos de 1808 que desatan la crisis de la monarquía española en 1808 socavaron los principios de autoridad metropolitana en América, discutiéndose los principios de un -hasta entonces- “régimen inalterable”[5], liberando a los dominios americanos de la obligación de cumplir el contrato social que liga las partes del Estado. Así, las revoluciones en América, son para Moreno “necesarias, justas y legítimas”.[6]
El Deán Gregorio Funes, escribe en 1816 un trabajo titulado “Bosquejo de nuestra Revolución desde el 25 de mayo de 1810 hasta la apertura del Congreso Nacional, el 25 de mayo de 1816”, presentando al proceso revolucionario como la consecuencia de una coyuntura histórica facilitada por la crisis del régimen borbónico, el cual habría desencadenado condiciones establecidas previamente. Para Funes, la gesta fue protagonizada por “un número de hombres atrevidos en quienes el eco de la libertad hacía una presión irresistible (…) en una Revolución hecha sin sangre, producida por el mismo curso de los sucesos, anhelada por los buenos, y capaz de producir los más ventajosos efectos”.[7] Al igual que en los escritos de Moreno, las condiciones necesarias estaban ya establecidas por un “gobierno peninsular que parecía ya insuficiente para garantir la existencia de la patria”.[8]
Manuel Belgrano, protagonista privilegiado de los sucesos revolucionarios, escribió tras su fallida expedición al Paraguay en 1811 su “Autobiografía del general Belgrano. Su expedición al Paraguay”, publicada por Mitre en 1877. En ella se lamenta y critica el papel jugado por los comerciantes favorecidos por el sistema monopólico español, preocupados por su progreso personal antes que por el de los dominios españoles. Los describe como “hombres que por sus intereses particulares posponían el del común (…) comerciantes que no conocen más patria, ni más rey, ni más religión que su interés propio (…) y que, su actual oposición al sistema de libertad e independencia de América no ha tenido otro origen como a su tiempo se verá”.[9] En este contexto, la crisis metropolitana de 1808 resulta -para Belgrano- un designio de Dios y una oportunidad.
Transcurrida la primera década revolucionaria, nos encontramos con textos como el de Cornelio Saavedra (1829). Para quien supo ser el presidente de la Junta Provisional, el origen del proceso revolucionario se encuentra en las invasiones inglesas de 1806 y 1807, en la coyuntura de crisis del imperio español. Así lo expresa en sus memorias: “(…) a la ambición de Napoleón y a la de los ingleses, en querer ser señores de esta América, se debe atribuir la revolución del 25 de mayo de 1810”.[10] La legitimidad del proceso la encuentra en el rompimiento de los pactos de América con la corona castellana, con la consecuente reasunción de derechos ante la ausencia del monarca. El momento había sido aprovechado y había necesitado de la resolución y el coraje de hombres de armas (como él), sin cuya participación nada habría sido posible. Ellos hicieron la revolución, los que expulsaron a los ingleses y que sofocaron la asonada de Álzaga, no “algunos presumidos de sabios y doctores que en las reuniones de los cafés y sobre la carpeta, hablaban de ella, mas no se decidieron hasta que nos vieron con las armas en los manos resueltos ya a verificarla”.[11],
Saavedra sentaba así muy claramente su posición al respecto, la revolución debía su éxito a los hombres de armas como él, y no a una elite ilustrada iluminada. El enfrentamiento con los morenistas aún estaba fresco en su memoria, como lo estaba en la pluma de Ignacio Núñez, partidario de la revolución y simpatizante del morenismo, quien hacia 1844 redactó “Noticias históricas de la República Argentina”. Núñez, coincide en que el elemento desencadenante de los sucesos de mayo fueron las invasiones inglesas, las que “empezaron a desmoronar toda la armadura del sistema colonial”, provocando una revolución “poco menos que improvisada». Para Núñez, el teniente coronel don Cornelio Saavedra, “había entrado en la revolución más bien arreado que convencido (…) de costumbres moderadas y timoratas (…) más de treinta días se perdieron en diligenciar su disposición a entrar en el movimiento”.[12]
Esta narrativa sobre el pasado reciente rioplatense, en la voz de sus protagonistas, no tenía el objetivo de explicar el desarrollo de la nación argentina[13], sino más bien el de relatar los hechos en primera persona, justificar posicionamientos y encontrar causas, sin establecer relaciones con hechos posteriores. Quienes formaron parte de la construcción de este relato, vivieron los sucesos de mayo como revolucionarios, como parte del inicio de una nueva era. Será la imposibilidad de institucionalizar un poder político nacional la que dificulte la integración de la gesta en “una trama histórica de matriz nacionalista que permitiera tanto unir en forma orgánica pasado y presente, como dotar de sentido al futuro”.[14]
LA GENERACIÓN DEL 37. MAYO EN CLAVE NACIONAL
Con la particularidad de compartir un espacio en común, surge en el Río de la Plata un amplio movimiento al que se lo conoce como la Generación del 37. Sus protagonistas estaban imbuidos en el pensamiento romántico que reconocía orígenes en la Europa de fines del siglo XVIII. Integraban el selecto grupo figuras como Esteban Echeverría (inspirador del agrupamiento), Domingo Faustino Sarmiento, Juan Bautista Alberdi, Juan María Gutiérrez, Vicente Fidel López, José Mármol y Félix Frías. Sus participaciones se remontan a las reuniones que realizaban como integrantes del Salón Literario en la librería de Marcos Sastre en 1837 y sus obras e influencia se extenderán aproximadamente hasta 1880, cuando su ideología romántica pierde su hegemonía al ser desplazada por otras tendencias.[15]
Fue la primera generación surgida tras la caída del régimen colonial, aproximadamente entre 1805 y 1821, en el marco de la consolidación del rosismo en el territorio nacional, y fueron considerados como la primera generación de intelectuales, en un sentido moderno, en el Rio de la Plata.[16] Compartían con los unitarios la idea de progreso en un marco racionalista, conjugando la herencia intelectual europea con la realidad latinoamericana, en un “romanticismo adaptado a las circunstancias rioplatenses”.[17]
En sus miradas, la revolución de mayo ya había sido ganada por las armas, y debía legitimarse -en esta segunda etapa- en el plano de las ideas. La tarea a llevarse a cabo era la de crear una identidad nacional, surgida de las tensiones resultantes de la coexistencia de diferentes proyectos políticos que en aquellos años compitieron con una idea de nación. En ese sentido, mayo de 1810 se releía como un “posible fundamento del principio de nacionalidad”.[18]
Creador, junto con Juan Bautista Alberdi y Juan María Gutiérrez de la Asociación de Jóvenes en 1837, José Esteban Antonio Echeverría fue una de las figuras más insignes de la generación. En 1846, en una reedición de su “Dogma Socialista”, incorpora una “Ojeada retrospectiva” donde señala dos líneas de desarrollo histórico, una nacida en mayo de 1810 -que marcaba la vía del progreso, la libertad y la democracia- y otra contrarrevolucionaria personificada en la figura de Juan Manuel de Rosas. Los principios de mayo -abandonados- debían ser retomados y su generación encarnaba a sus herederos.[19]
Echeverría escribe sobre mayo como “la primera y grandiosa manifestación de que la sociedad argentina quería entrar en las vías del progreso”, y que “en mayo, el pueblo argentino empezó a existir como pueblo”.[20] ¿Cómo explicar los desencuentros posteriores? Sus orígenes se encontrarán en la transición del pasaje de la condición de vasallo a la de libre, en la que el “pueblo soberano no supo hacer uso de su libertad (…) los gobiernos debieron educarlo, estimularlo a obrar sacudiendo su pereza”, y no lo hicieron. A esa falta de construcción ciudadana, debe agregarse -para Echeverría- la falta de concepción de una patria que deje de ser una “abstracción incomprensible” para la totalidad de los argentinos. ¿Las causas? El “desacuerdo y relajación en los elementos revolucionarios”.[21]
Si el punto de partida eran los principios de los hombres de mayo de 1810, las herramientas para la construcción de un pueblo libre serán: progreso y democracia, “ellos contienen todo, explican todo: lo que somos, lo que hemos sido, lo que seremos. Quitad a mayo y no habrá pueblo argentino, ni asociación libre destinada a progresar; no habrá democracia, sino despotismo”.[22]
Uno de los ejes sobre los que se construirán las próximas interpretaciones historiográficas, es el de la dicotomía civilización y barbarie, núcleo de la visión sarmientina de los males que aquejan al período postrevolucionario y causa del atraso en la organización nacional. Desde Chile, Sarmiento publica en 1845 -en principio como folletín en el diario “El Progreso”- una de sus obras más significativas, “Civilización y barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga”. Es allí donde argumenta que el origen del movimiento revolucionario debe buscarse en las ideas europeas y que toda la América obraba así porque así lo hacían todos los pueblos, de manera particular los núcleos urbanos, máxima expresión de los valores de la civilización. “(…) la revolución, excepto en su símbolo exterior, independencia del rey, era sólo interesante e inteligible para las ciudades argentinas, extraña y sin prestigio para las campañas (…) para las campañas la revolución era un problema, sustraerse a la autoridad del rey era agradable, por cuanto era sustraerse a la autoridad.”[23]
La ciudad era el ámbito geográfico donde residía la civilización, el orden, la cultura y las leyes, mientras que la campaña representaba la barbarie, el atraso, la violencia, la ignorancia y el caudillismo. Pero a pesar de la dicotomía, lo que caracteriza a la Argentina que Sarmiento describe, es la fricción entre ambos elementos, y no su existencia independiente la una de la otra, así, civilización y barbarie conviven en Rosas y en la Argentina.[24] La revolución primero se enfrenta al atraso español, para luego combatir al caudillismo enemigo de la civilización. Mayo de 1810 fue el punto de partida, de una lucha que aún entonces no ha llegado a su fin.
En el relato sarmientino, la construcción de un Estado-Nación podía ser el resultado de una elección. De hecho, consideraba que los uruguayos habían nacido argentinos para después decidir dejar de serlo. En esa misma línea, la existencia de una nacionalidad argentina convivía con la constitución de múltiples entidades político-institucionales.[25] Aquí está ausente la prexistencia de una nación que legitime a la formación de un Estado, según lo sostenido posteriormente por Mitre. Para Sarmiento no existía una nacionalidad argentina en el período colonial, hecho demostrado en la disgregación territorial postrevolucionaria. La Nación y la nacionalidad no tienen cabida en esta lectura del pasado.[26]
MITRE, LA CENTRALIDAD DEL PROCESO HISTÓRICO
En la segunda mitad del siglo XIX, la necesidad de otorgarle al Estado Nacional una legitimidad histórica y jurídica, propicia el surgimiento de la crítica histórica; particularmente después de la caída de Rosas en Caseros, una coyuntura a partir de la cual, el Estado actuará como “soporte de una rearticulación de las relaciones entre intelectuales y poder político”.[27]
La tercera y definitiva edición de la “Historia de Belgrano y de la independencia argentina”, de Mitre y los volúmenes de la “Historia de la República Argentina”, de Vicente Fidel López de la década del 80, “ofrecieron los términos de referencia frente a los cuales creyeron definirse los historiadores argentinos”.[28] Mitre coloca en el centro de su construcción a la historia política, y su pluma traza un proceso en el que la sociedad argentina “primero se crea a sí misma y luego toma conciencia de sí”.[29]
Bartolomé Mitre se vinculó tempranamente con los intelectuales de la generación romántica, adhiriendo a sus principios. Activo partidario del centralismo porteño, tras la caída de Rosas se enfrentó tanto a los autonomistas porteños como a los confederales urquicistas. Es necesario tener presente que las dos primeras ediciones de su obra las realizó durante el período de secesión de Buenos Aires. Su proyecto de unificación nacional bajo la hegemonía porteña se ve reflejado en su trabajo. Su tesis de la nación argentina preexistente pretende entonces afirmar la presencia de un sentimiento nacional argentino previo a los separatismos regionalistas.[30]
El sentimiento nacional era el punto de partida, la unidad necesaria requería de la integración de toda la sociedad, elites dirigentes y el pueblo. Escribe en 1857, “(…) la revolución, que fue dirigida por una minoría ilustrada, fue recibida por las masas como una ley que se cumplía (…) los sucesos de la invasión francesa en España, aunque cooperaron al éxito, no hicieron en realidad sino acelerar esa revelación”.[31] No atribuye aquí a los sucesos europeos la exclusiva causa de la Revolución de Mayo, sino que estos necesitaron de una conciencia revolucionaria previa. Y si, como vimos, para Belgrano la crisis metropolitana de 1808 había obedecido a un designio de Dios, Mitre interpreta que el creador de la bandera, “como los demás precursores de la revolución (…) no se daba cuenta racional de todo esto, lo atribuía a las miras inescrutables de la providencia”.[32]
El desencadenamiento de los sucesos, si bien había acelerado el proceso, lo había hecho sobre una matriz que se “venía preparando fatalmente”. La Revolución ya estaba consumada antes “en la esencia de las cosas, en la conciencia de los hombres”. No tuvo autores ni fue el resultado de inspiraciones personales. Si una minoría ilustrada dirigió “con una mano invisible” la revolución, no dejó por un instante de representar “las necesidades y las aspiraciones colectivas de la mayoría”. Así, elites y pueblo hicieron posible lo imposible, juntos.
Y aquí Mitre traza una diferencia cuando se refiere a este “nuevo actor del drama revolucionario”. Pueblo para él fue el que apoyó el movimiento, el que no discute, de actitud pasiva, aunque decidida, el que “esperaba tranquilo el resultado de las deliberaciones de sus representantes legítimos”; y no aquel al que llama “populacho que había formado el ejército de la reconquista”. En Mitre también está presente la dicotomía sarmientina. Cuando se refiere a las “multitudes de las provincias” desalentadas ante los reveses de las luchas y que prestaron oído a “oscuros caudillos” que habían encendido sus “pasiones semibárbaras” precipitándose a la disolución política y social que sobrevino en las décadas posteriores a la revolución.[33]
Con Mitre la historia política ocupa la centralidad del relato. Todo acontecimiento político se incorpora a la narración como la culminación de un proceso en que la nación toda adquiere conciencia de sí. El resultado de dicho proceso sería el de organizar su estructura política en el marco de una “democracia orgánica”. Las guerras civiles que desangraron a la república en las décadas posteriores a la revolución cuestionaron la promesa de los años fundacionales, a la vez que ponían en crisis la imagen de la historia mitrista, organizada en torno al plano ético-político.[34]
El proceso político ofrecía el camino real que todo historiador debía recorrer, en la huella de sus protagonistas y, sobre todo, de ese héroe colectivo que era la nación en su construcción.[35]
A MODO DE CONCLUSIÓN
Wasserman (2001) desarrolla la hipótesis que la construcción de una interpretación histórica unificadora, necesitó de la confluencia de dos procesos: la constitución de una historiografía nacional y la consolidación de un Estado nacional argentino, que se legitime a partir de dicha interpretación.[36] La construcción historiográfica se realizará a través de la recopilación de fuentes históricas y la elaboración de interpretaciones unificadoras del pasado, justificadoras del presente y con proyección al futuro.
Ambas condiciones, estarán ausentes en las narraciones inmediatamente realizadas tras la revolución de mayo de 1810. En ellas las causas del movimiento revolucionario deben encontrarse en las invasiones inglesas de 1806 y 1807 y en la crisis de la corona borbónica de 1808. En ese marco, las consecuencias se desencadenaron inevitablemente fuera de toda previsión. Si la revolución había sido inevitable, ¿Cuál era el papel que le correspondía a sus protagonistas? ¿Qué comunidad había permitido esa gesta? ¿Cuál era la patria a la que se refería? Para ellos, quienes la llevaron adelante lo habían hecho al ritmo de los acontecimientos, acompañados por un pueblo que era víctima de la crisis del orden colonial español, e identificados con una patria que claramente excedía los límites geográficos virreinales.
¿Cómo encontrar un unívoco sentimiento nacional en un territorio tan heterogéneo y diverso? Una entidad virreinal que a fines del período colonial estaba en su mayor parte vacío, con una población estimada de medio millón de almas. El entonces virreinato del Río de la Plata no estaba unificado, ni por la geografía, ni por la política o la economía, ni por una idea de destino nacional. Sus ciudades eran en realidad pueblos y misiones aislados por malos caminos o por la falta de ellos. La revolución multiplicará los efectos provocados al comercio interno por la geografía y acentuados por la anterior organización colonial, a las dificultades que entonces se daban, la revolución iba a agregar -entre otras- a las consecuencias de la inseguridad.[37] La acentuación de los localismos regionales y los intentos fracasados en la construcción de un Estado unificador imposibilitaron que aquellos primeros relatos constituyeran una construcción histórica.
La Modernidad europea supo articular en un mismo nivel interpretativo los conceptos de identidad, cultura y nación. Todos ellos debían amalgamarse en los Estados modernos surgidos en el siglo XIX. Dicha narración necesitó de corrientes historiográficas y de pensadores que rescataran o construyeran un pasado en común, un origen colectivo que dieran sentido y otorgaran legitimidad histórica a los Estados nacientes.[38]
En nuestro país, su ejecutor será Bartolomé Mitre, para quien el antiguo territorio virreinal, será el escenario donde se constituirá la República Argentina; sus provincias, el verdadero núcleo de la futura nación;[39] y la Revolución de Mayo, constituirá el acontecimiento fundacional de la Nación toda. En esta construcción, su caracterización de la Revolución de Mayo, reunirá a todas las caracterizaciones precedentes en un solo relato, reinterpretándolas y otorgándoles un sentido: el de integrarlo a un proceso que tenía como meta la construcción de una Nación libre y soberana en el Río de la Plata.[40]
En función de ello, criticará las hasta entonces visiones dominantes del proceso revolucionario. Ya no será este un movimiento improvisado empujado por la coyuntura de la crisis monárquica española, porque de haber sido así, la Revolución no habría sido la expresión de una conciencia nacional latente. Esa conciencia nacional es incorporada como sujeto de un relato orgánico en su trabajo dedicado a Manuel Belgrano.[41]
Este libro (…) fue precisamente escrito para despertar el sentimiento de la nacionalidad argentina, amortiguado entonces (1858) por la división de los pueblos. Por eso nos empeñamos en estudiar en sus páginas los orígenes del sentimiento nacional y el modo como la idea de la independencia se vino elaborando desde fines del siglo pasado, primeramente, en las cuestiones sobre la libertad de comercio, y más tarde en el desarrollo progresivo de la fuerza de la nación, dando así a aquel sentimiento una sola raíz genealógica.[42]
Las masas y las minorías dirigentes –elevadas a la categoría de próceres- serán los protagonistas de los hechos, en función de un objetivo claro: el de constituir una patria libre e independiente.
A diferencia de Mitre, para Sarmiento, la construcción de un Estado-Nación podía ser el resultado de una elección, y no una esencia o el resultado de una historia. De hecho, consideraba que los uruguayos habían nacido argentinos para después decidir dejar de serlo. En esa misma línea, la existencia de una nacionalidad argentina convivía con la constitución de múltiples entidades político-institucionales.[43] Aquí está ausente la prexistencia de una nación que legitime a la formación de un Estado, según lo sostenido por Mitre. Para Sarmiento no existía una nacionalidad argentina en el período colonial, hecho demostrado en la disgregación territorial postrevolucionaria. La Nación y la nacionalidad no tienen cabida en esta lectura del pasado.[44]
¿Eran ambos entonces objetivos imposibles? No, Buenos Aires era la que daría luz a esa nación y a esa nacionalidad. Buenos Aires, llamada a ser la ciudad más gigantesca de ambas américas; la que sola –en la vastedad argentina- está en contacto con el mundo.[45]
Vicente Fidel López sostuvo una fuerte polémica historiográfica con Mitre, contraponiendo la historia filosófica con la erudita. En su Historia de la República Argentina, refiere repetidas veces a un pasado en común. En su relato de la Revolución de Mayo: “Nos parecía, decía un contemporáneo que veíamos la imagen resplandeciente de la patria en que habíamos nacido, levantándose entre nosotros con formas aéreas y celestiales.”[46] O en otro pasaje: “Arrebatados por esta hermosa perspectiva con que la patria común se alzaba en el horizonte, como en brazos de una luminosa aurora.[47] O al referirse a la revolución: Nuestra revolución nacía forzosamente condenada a concentrar todos los resortes del poder público en la comuna de la capital, convirtiéndose, por lo mismo, en una máquina de guerra y de acción sin trabas antes de que le fuera posible ensayar una forma constitucional cualquiera con que dar cuerpo y representación a la nación nueva que llevaba en sus entrañas”.[48]
Tanto Mitre, como Sarmiento y López, dan forma a un relato histórico que pretende dar respuesta a una coyuntura plagada por enfrentamientos facciosos y políticos que conformaron la formación del Estado nacional, en el que se direccionan, seleccionan, dan sentido y muchas veces se distorsiona la conciencia de un pasado en común. En ellos el relato tiene un fin político, resultante de la búsqueda de un pasado que legitime el presente. La educación formal hará el resto.
Como propone Poggi, el salto de la sociedad colonial a la sociedad blanca y europea que se pretendía para la nación argentina no puede realizarse sin la mistificación del relato histórico. De modo que, según se constata, los textos escolares recurren tanto al silencio como a la omisión para conseguir en el terreno historiográfico la transmutación social que se buscaba.[49]
BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA
Di PASQUALE, Mariano y Arrigo AMADORI, “Introducción. Identidades y sentimientos de pertenencia en el espacio rioplatense: miradas históricas entre la colonia y el período independiente”, en Arrigo Amadori y Mariano Di Pasquale, coordinadores., Construcciones identitarias en el Río de la Plata, siglos XVIII-XIX. Rosario, Prohistoria, 2013, pp. 11-22.
CALETTI GARCIADIEGO, Bárbara (2010), “¿Cómo narrar la historia de una nación? La generación romántica y las primeras interpretaciones historiográficas (ca. 1845-1890), en Doscientos años pensando la Revolución de Mayo, capítulo 2, Buenos Aires, Sudamericana.
EUJANIAN, Alejandro Claudio (1999), Polémicas por la historia. El surgimiento de la crítica en la historiografía argentina, 1864-1882, Buenos Aires, Entrepasados, Año VIII, N° 16, pp. 9 a 24.
FRADKIN, Raúl y Jorge GELMAN, coordinadores (2010), Doscientos años pensando la Revolución de Mayo, Buenos Aires, Sudamericana.
HALPERIN DONGHI, Tulio (1996), Ensayos de historiografía, Buenos Aires, ediciones El cielo por asalto.
HALPERIN DONGHI, Tulio (2014 [1972]), Revolución y Guerra. Formación de una elite dirigente en la Argentina criolla. Buenos Aires, Siglo XXI editores.
SARMIENTO, Domingo Faustino (1999 [1845]), Civilización y Barbarie: vida de Juan Facundo Quiroga. Aspecto físico, costumbres y hábitos de la República Argentina, Buenos Aires, Losada.
SHUMWAY, Nicolás (2015), La invención de la Argentina. Historia de una idea, Grupo editorial Planeta, publicado bajo el sello Booket, Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
SOTELO, Griselda (2010), “De la revolución al rosismo: diarios, memorias y autobiografías de algunos protagonistas (1810/1835)”, en Doscientos años pensando la Revolución de Mayo, capítulo 1, Buenos Aires, Sudamericana.
TERÁN, Oscar (2023 [2008]), Historia de las ideas en la Argentina. Diez lecciones iniciales, 1810/1980, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores.
WASSERMAN, Fabio (2001), De Funes a Mitre. Representaciones de la Revolución de Mayo en la política y la cultura rioplatense (primera mitad del siglo XIX), Buenos Aires, Prismas, revista de historia intelectual, N° 5, pp. 57 a 84.
IMAGEN. De unknow. uploader Claudio Elias – Fotograph taked from the book «Historia de la Literatura Argentina Vol I»edited by Centro Editor de América Latina. Published on November 1968 Buenos Aires, Argentina, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=3290642
TRABAJO FINAL MONOGRÁFICO REALIZADO POR EL PROF. ALEJANDRO JUSTIPARÁN, PRESENTADO AL SEMINARIO DE HISTORIA CULTURAL E HISTORIOGRAFIA II, UNTREF VIRTUAL, 2023.
[1] Eujanián (1999), 10.
[2] Wasserman (2001), 60.
[3] Terán (2023), 25.
[4] Moreno (1968 [1812]), 25 y 26, en Sotelo (2010), 55 y 56.
[5] Ibidem, 56.
[6] Ibidem, 59.
[7] Dean Gregorio Funes (1960 [1816], 9 y 11, en Sotelo (2010), 65 y 66.
[8] Ibidem, 67.
[9] Belgrano (1960 [1877], 958 – 960, en Sotelo (2010), 71 a 73.
[10] Saavedra (1960 [1829]), 1056, en Sotelo (2010), 85.
[11] Ibidem, 86.
[12] Núñez (1960 [1857], 229, 341 y 346, en Sotelo (2010), 94 a 98.
[13] Wasserman, op. Cit, 57.
[14] Ibidem, 59.
[15] Terán, op. Cit, 61.
[16] Caletti Garciadiego (2010), 130 y 131.
[17] Ibidem, 132.
[19] Ibidem, 138.
[20] Echeverría (1951 [1846], 162-163, en Caletti Garciadiego (2010), 139.
[21] Echeverría (1951 [1846], 180, en Caletti Garciadiego (2010), 141.
[22] Ibidem, 142.
[23] Sarmiento (1999 [1845]), 101.
[24] Terán, op. Cit, 69.
[25] WASSERMAN (2001) 74.
[26] WASSERMAN (2001), 75.
[27] EUJANIAN (1999), 11.
[28] HALPERÍN DONGHI (1996), 46.
[29] HALPERÍN DONGHI (1996), 47.
[30] CALETTI GARCIADIEGO (2010), 150.
[31] MITRE, Bartolomé (1957 [1857]), en CALETTI GARCIADIEGO (2010), 153.
[32] MITRE, Bartolomé (1957 [1857], en CALETTI GARCIADIEGO (2010), 153.
[33] Mitre (1957 [1857], en Caletti Garciadiego (2010), 156.
[34] Halperin Donghi (1996), 49.
[35] ibidem, 51.
[36] Wasserman, op. Cit, 71.
[37] Halperín Donghi (2014), 96.
[38] Di Pasquale y Amadori (2013), 12.
[39] Mitre, 35 y 36.
[40] Wasserman, 79.
[41] Ibididem, 76 y 77.
[42] Mitre (1864), en Wasserman, 78.
[43] Wasserman, op. Cit, 74.
[44] Wasserman, 75.
[45] Sarmiento (1845), versión UNTreF virtual, 2.
[46] López, 67.
[47] Ibídem, 71.
[48] Ibídem, 74.
[49] Di Pasquale y Amadori, op. Cit, 22.