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El siguiente es un artículo escrito por el historiador Pacho O´Donnell. En el realza la figura del creador de nuestra bandera. Aquel que lucho contra todo y contra todos en pos de un ideal. Ideal por el que entregó su vida.
Cuando Belgrano izó por primera vez la insignia azul y blanca (cosida por una olvidada de nuestra historia, doña María Echeverría) a orillas del río que después sería llamado, en conmemoración, Juramento (en el actual departamento de General Güemes, provincia de Salta), fue severamente reprendido por las autoridades porteñas, quienes le ordenaron deshacerse de ella y volver a enarbolar la roja y gualda de la corona española.
No le fue mejor más tarde cuando, en camino hacia el Alto Perú, festejando el segundo aniversario de la proclama de Mayo, volvió a reemplazar el estandarte real por la bandera celeste y blanca, que hizo presentar por el coronel Díaz Vélez, bendecir por el cura Gorriti, jurar por soldados y oficiales y pasear por las calles de Jujuy. Enarbolada en el Cabildo y saludada por salvas de los cañones, Belgrano hizo formar las tropas ante ella, arengándolas con lo que para muchos fue una verdadera declaración de independencia, alejada de las especulaciones de Buenos Aires. Aquí sostenían lo que se dio en llamar «la máscara de Fernando VII«: el ocultamiento de los propósitos independentistas. Se consideraba que no estaban dadas las circunstancias internacionales y se trataba de prolongar la alianza estratégica consagrada en la Junta de Mayo con comerciantes españoles, cuya única intención era romper con la obligación de negociar exclusivamente con la metrópoli, una España ocupada por Napoleón y en gravísima crisis económica y social.
«El 25 de Mayo será para siempre memorable en los anales de nuestra historia -proclamaría don Manuel- y vosotros tendréis un motivo más para recordarlo cuando sois testigos, por primera vez, de la bandera nacional en mis manos, que nos distingue de las demás naciones del globo (…) Esta gloria debemos sostenerla de un modo digno con la unión, la constancia y el exacto cumplimiento de nuestras obligaciones hacia Dios (…) Jurad conmigo ejecutarlo así, y en prueba de ello repetid: ¡Viva la Patria!» Read more »
Los intelectuales me rompen las bolas. Yo no quiero ser un intelectual… los intelectuales son los que divorcian la cabeza del cuerpo. Yo no quiero ser una cabeza que rueda por los caminos.
Yo soy una persona, una cabeza, un cuerpo, un sexo, una barriga, un todo… pero no un intelectual… abominables personajes.
Ya lo decía Goya, “la razón genera monstruos”, cuidado con los que solamente razonan. Hay que razonar y sentir. Y cuando la razón se divorcia del corazón, te convido para el temblor, porque esos personajes pueden conducirte al fin de la humanidad.
Yo creo en esa fusión contradictoria, difícil pero necesaria entre lo que se siente y lo que se piensa… y cuando aparece uno que solamente siente pero no piensa, digo, “este es un cursi”. Y cuando veo que hay uno que solamente piensa pero no siente digo, “Ay que horror, este es un intelectual”, ¡qué espantosa cosa! ¡una cabeza que rueda! Yo no quiero ser una cabeza que ruede.
¿Qué piensan los latinoamericanos sobre las políticas neoliberales? La consultora Latinobarómetro releva todos los años las opiniones y actitudes políticas y sociales de la población en 18 países del área. Sus datos son tanto más pertinentes porque se trata de una empresa con un fuerte sesgo conservador y para nada sospechosa de ser crítica del neoliberalismo. En su Informe 2010 se pregunta a los entrevistados si creen que las privatizaciones han sido beneficiosas. ¿La respuesta? Sólo el 36 por ciento contesta por la afirmativa. Con el siguiente desglose: 31 % en Perú, 34 % en Chile y 30 5 en Argentina.
Interrogados acerca de su satisfacción con los servicios públicos privatizados (otro de los caballitos de batalla del neoliberalismo) sólo un 30 por ciento de los latinoamericanos responde afirmativamente, 27 por ciento en Chile y Perú, y 30 por ciento en Argentina. Sobre la situación económica de sus países, el 27 por ciento de los entrevistados de Chile –casi uno de cada cuatro– dice que la misma es buena o muy buena, contra un 17 por ciento en Argentina (igual al promedio latinoamericano) y un escuálido 10 por ciento en el Perú de Alan García y su (ahora) admirador Vargas Llosa.
Cuando se pregunta “cuán justa es la distribución de la riqueza”, el país con la mayor proporción de quienes dicen que es “justa o muy justa” es la tan vilipendiada –por los organizadores de esta maratón publicitaria– Venezuela bolivariana, con un 38 por ciento, contra un 14 en Perú y un 12 en Argentina y Chile, país al que nuestros visitantes nos sugieren imitar por sus logros económicos y sociales a pesar de que el 88 por ciento de la población entrevistada afirma que la actual distribución de la riqueza es injusta. Por cierto, un detalle nimio para los ideólogos de la derecha.
Por otro lado, la calificadora de riesgo Standard & Poor’s acaba de modificar la perspectiva de los títulos de la deuda estadounidense de “estable” a “negativa”. El neoliberalismo transformó a la superpotencia en una nación de pedigüeños que sobrevivirá mientras chinos, japoneses y surcoreanos estén dispuestos a prestarles dinero. La deuda pública de EE.UU. llegó a 47 mil dólares por habitante y a nivel global ya supera los 14 billones de dólares (es decir: 14 millones de millones), una cifra equivalente a su PBI, mientras que hace apenas 30 años oscilaba en torno del billón de dólares. ¡Todo un éxito de las políticas neoliberales! A su vez, la crisis europea que estalló en Grecia ya arrastra a Portugal, Irlanda; Italia y España están caminando al filo de la navaja, mientras Francia, Reino Unido y Alemania ven deteriorarse su situación día a día.
Una de las preguntas que desde los inicios de la historiografía argentina se hicieron los historiadores que se ocuparon de analizar la Revolución de Mayo es la siguiente. ¿Había, en 1808, antes de la invasión napoleónica a la península ibérica, un partido criollo organizado y con un programa independentista, que esperara una oportunidad propicia para independizarse de España?
Durante las décadas de 1960 y 1970 gran parte de los historiadores le dio una respuesta positiva a esa pregunta. Algunos plantearon que la Revolución de 1810 fue producto de la maduración de una burguesía ilustrada porteña, que deseaba instaurar el comercio libre y ocupar unas posiciones de poder que le estaban negadas en el régimen colonial. Otros, que fue una reacción, una expresión de descontento hacia los cambios introducidos por las reformas borbónicas, sobre todo la preferencia de la Corona por los peninsulares para ocupar los cargos más importantes de la administración colonial. Y no faltaron quienes, siguiendo las viejas tesis de Bartolomé Mitre, la plantearon como producto de la maduración de la nacionalidad argentina.
Improvisar sobre la marcha
Hoy en día esas interpretaciones han sido dejadas de lado. Existe un importante consenso entre los historiadores contemporáneos en señalar que en 1808 no existía un grupo de criollos que tuviera un proyecto independentista y que esperara una circunstancia favorable para tomar el poder y proclamar la Independencia. Esta posición, que sostienen reconocidos historiadores locales como Tulio Halperín Donghi, Luís Alberto Romero, Gustavo Paz o María Inés Schroeder, afirma que la crisis de la monarquía española sorprendió a las élites criollas hispanoamericanas y produjo un inédito vacío de poder. Y que ante ese vacío de poder, los criollos ilustrados de Buenos Aires debieron improvisar sobre la marcha, con un doble objetivo: evitar que el Río de la Plata cayera en manos de los franceses o que el poder pasara del virrey al llamado partido español, integrado por un grupo de comerciantes monopolistas peninsulares que creían necesario formar una junta de gobierno dirigida por ellos mismos si la posición del virrey Cisneros peligraba.
¿Qué argumentos han planteado los historiadores para sostener esta posición? Varios. Por un lado, que no existía un gran descontento entre los criollos porteños ante las reformas borbónicas. Todo lo contrario. Buenos Aires había sido beneficiada por tales reformas: se la transformó en capital virreinal, se puso un inmenso territorio a su cargo y se incluyeron dentro de los límites del nuevo virreinato las minas de plata de Potosí. Además, Buenos Aires, beneficiada por la apertura al comercio directo con España, creció vertiginosamente, su población aumentó y se radicaron en la ciudad muchos comerciantes extranjeros. Los beneficios mercantiles aumentaron en 1809, cuando el virrey Cisneros autorizó el comercio con ingleses, portugueses y holandeses. O sea que el comercio libre que reclamaban los comerciantes criollos, aunque provisional es cierto, en los hechos ya existía.
Radicales y moderados
Otro argumento para avalar la tesis de la inexistencia de un proyecto independentista antes de 1808, es la fractura que se produce entre los criollos revolucionarios luego de la toma del poder. Por un lado, estaban los radicales o jacobinos, que liderados por Mariano Moreno, pretendían proclamar la independencia y sancionar una constitución lo antes posible. Enfrentados a ellos estaban los moderados, comandados por Cornelio Saavedra y el deán Funes, representante de Córdoba. Ellos pretendían gobernar el Río de la Plata en nombre del rey cautivo, mientras se resolvía en Europa si Napoleón conquistaba el continente o si era derrotado. Esta posición moderada, cuya expresión es la famosa “máscara de Fernando VII”, fue la que se impuso y ese triunfo es el que explica que las Provincias Unidas del Río de la Plata demoraran 6 años en proclamar su Independencia.
Fernando VII
El triunfo de los moderados también explica la orden que el Primer Triunvirato dio a Manuel Belgrano, exigiéndole que ocultara la Bandera celeste y blanca que había creado en febrero de 1812. Una decisión, la de Belgrano, que a los miembros del Triunvirato les pareció absolutamente imprudente. Se estaba en guerra contra los realistas pero había que cuidar las formas, no fuera que los españoles creyeran que los criollos del Río de la Plata pretendían independizarse de España.
Un camino largo y lleno de obstáculos
El camino desde la Revolución de Mayo hasta la Declaración de la Independencia fue entonces lento y lleno de obstáculos. La caída del Primer Triunvirato y la convocatoria a la Asamblea General Constituyente, a fines de 1812, parecieron acelerar dicho tránsito. Pero fue un espejismo. La Asamblea, dominada por los diputados porteños y atemorizada por las noticias llegadas desde Europa (derrota de Napoleón e inminente regreso al trono de Fernando VII), ni proclamó la independencia ni sancionó una constitución. Hay que reconocer, sin embargo, que dio algunos pasos concretos en el camino que conducía a la ruptura con España, en especial la adopción de la marcha Patriótica y el Escudo como símbolos patrios y la eliminación del juramento de fidelidad a Fernando VII. Pero repárese que se evitó hacer cualquier mención a la bandera creada por Belgrano.
La Independencia finalmente se proclamó el 9 de julio de 1816 en un contexto internacional de lo más complicado: los realistas habían aplastado la revolución mexicana y reconquistado Nueva Granada, Venezuela y Chile. Morelos e Hidalgo estaban muertos, Miranda preso, Bolívar, Carrera y O’ Higgins exiliados. Sólo el Río de la Plata, Paraguay y la Banda Oriental resistían. Entonces, ¿por qué la independencia precisamente en ese momento tan difícil? Sencillamente por que los dirigentes porteños comprendieron que o aceptaban la sumisión al absolutismo restaurado de Fernando VII o declaraban formalmente la independencia. Rápidamente se convencieron de que ya no había margen para negociar ni para dar marcha atrás. Y fue entonces que se decidieron por la independencia.
Barcelona, uno de los epicentros de las manifestaciones de protesta llamadas Movimientos 15-M e indignados. Eduardo Galeano está allí, y ante la consulta de un manifestante, responde, da su opinión. Es filmado, deja hacer. Y nos deja su impronta, su análisis.
… Este es un mundo más bien infame, no es muy alentador el mundo en el que hemos nacido, pero hay otro mundo en la barriga de este mundo… esperando. Es un mundo diferente y de parición difícil… yo lo reconozco en estas manifestaciones espontáneas.
… algunos me preguntan, pero ¿qué va a pasar después? No se que va a pasar, y tampoco me importa mucho lo que va a pasar, me importa lo que está pasando, me importa el tiempo que es… ¿qué es lo que será al final? No se. Es como si yo me preguntara cuando me enamoro… y no me importaría morir en ese momento mágico del amor cuando ocurre… y yo digo: el amor es como esto… es infinito mientras dura.
En la Banda Oriental (el actual Uruguay) la revolución estalló el 28 de febrero de 1811, cuando dos criollos de Asencio, Pedro Viera y Venancio Benavides, convocaron al resto de los vecinos a luchar contra los realistas y a apoyar a la Revolución de Mayo. A este hecho se lo conoce como Grito de Asencio. Poco después, se sumó al movimiento revolucionario José Gervasio Artigas, un capitán criollo que abandonó el bando realista y que ofreció sus servicios al gobierno de Buenos Aires. Con su ayuda, Artigas reclutó un ejército revolucionario que avanzó sobre Montevideo. En el camino se produjo la batalla de las Piedras, durante la cual las fuerzas dirigidas por Artigas vencieron a un ejército español que intentó cortarles el paso. Después de esta victoria, las fuerzas orientales y refuerzos enviados desde Buenos Aires sitiaron Montevideo. Read more »
Episode du vol de la Joconde (Mona Lisa – Monna Lisa). Illustration en rapport avec le vol de l’oeuvre dont le veritable auteur n’est pas encore identifie (Vincenzo Peruggia (1881-1925). Couverture de «La Domenica del Corriere» du 3 – 10/09/1911.
Ya hemos escrito en estas páginas acerca del origen de la Gioconda. Hoy nos referiremos a su increíble robo. Hace casi un siglo, el lunes 21 de agosto de 1911, un carpintero italiano entró en el Museo del Louvre por la mañana, entre las 7.05 y las 7.10, atravesó varias salas y subió algunas escaleras sin cruzarse ni con guardias ni con empleados hasta llegar al célebre Salón Carré, donde se exhibían algunos de los tesoros más importantes de la pintura universal: Mantegna, Giorgione, Tiziano, Rafael. En una fracción de segundo y con una asombrosa sangre fría, descolgó el cuadro más famoso de todos: La Gioconda, pintada por Leonardo da Vinci entre 1503 y 1506 sobre una tabla de madera de álamo blanco de 77 x 55 centímetros.
Vincenzo Peruggia se escondió enseguida en la oscura escalera de una sala contigua, sacó un destornillador que tenía en el bolsillo, separó en cinco minutos el cuadro de su marco y lo despojó del escudo de vidrio que lo protegía. Se sacó el guardapolvos que vestía para envolver su tesoro y descendió con él debajo del brazo por el sitio que, normalmente, es el más transitado del museo: la majestuosa escalinata de mármol de la Victoria de Samotracia. Pero, como era el día semanal de cierre, nadie lo vio bajar ni salir por la misma puerta por la que había entrado.
En un instante se encontró en la calle. Tomó un taxi y se dirigió a su minúsculo departamento ubicado en el barrio del hospital Saint Louis, en el corazón de París. Posó esa joya del patrimonio artístico mundial sobre una desvencijada mesita donde solía comer y la cubrió con un trozo de terciopelo rojo. A las nueve de la mañana llegó retrasado a su trabajo, pretextando una supuesta borrachera la noche anterior.
Mientras el ladrón de La Gioconda se alejaba caminando por la rue de Rivoli, fueron varios los guardianes del Salón Carré que advirtieron el espacio vacío en la pared. Pero supusieron que, como ocurría habitualmente los lunes, se la habían llevado al estudio fotográfico del Louvre para retratarla. Por esa razón, durante horas, nadie se inquietó ni dio la alarma. En realidad, el primer aviso recién sobrevino al día siguiente.
El martes por la mañana, el museo más visitado del mundo abrió sus puertas al público a las nueve. El primero en sorprenderse por la ausencia del cuadro fue el pintor Louis Béroud, que tenía -como muchos otros copistas- una autorización especial para reproducir las obras del Louvre.
«Seguramente no tardarán en traerla. Debe de estar haciéndose retratar», le respondió el brigadier Poupardin. La explicación del estudio de fotografía era perfectamente plausible. Según relata Coignard, en virtud de un contrato firmado con el Ministerio de Cultura, la casa Adolphe Braun & Cía. poseía el privilegio de hacer transportar los cuadros del Louvre a un estudio que tenía en el mismo museo. Si bien eran muchos los que consideraban que ese arreglo era escandaloso, el museo podía así hacer fotografiar gratuitamente sus obras.
Gracias a la impaciencia de Béroud, a las once de la mañana ya todos sabían que Mona Lisa no estaba haciéndose fotografiar. Mientras la tensión aumentaba al ritmo de las idas y venidas inútiles de los guardianes y directivos del Louvre, una tercera búsqueda permitió hallar el cofre de vidrio que protegía el cuadro y el marco. Obra de arte del Renacimiento italiano, casi contemporáneo de La Gioconda, ese marco había sido donado al museo por una mecenas millonaria: la condesa de Béarn, en 1906. La policía recién fue prevenida a mediodía, según el Louvre, aunque las autoridades dijeron que habían sido informadas a las dos y media de la tarde. A comienzos de la tarde, el prefecto Louis Lepine y sesenta de sus mejores inspectores se desplegaron dentro del museo, mientras París aún seguía ignorando la noticia del robo.
A la hora de comer, el ladrón la depositaba en el cuarto de las escobas, con la leña de la estufa. Allí estaba justamente el día que un inspector de la policía vino a preguntarle por qué no se había presentado al gran control de huellas de identidad que había organizado la prefectura en el museo para ubicar al dueño de una perfecta marca de pulgar hallada en la caja de vidrio que protegía el cuadro. Sin dejar de almorzar, Vincenzo inventó una excusa. «Si la policía hubiera hecho bien su trabajo, Peruggia habría terminado ese día en la cárcel», señala Coignard.
Durante dos años, por alguna razón, Peruggia tuvo el cuadro oculto en su habitación hasta que un día de 1913 se dejó tentar por un anuncio que leyó en un diario italiano. Un anticuario de Florencia ofrecía pagar buen precio por «objetos de arte de cualquier tipo». Ese personaje era Alfredo Geri, que cuando dejó de ser representante de la actriz Eleonora Duse, instaló una galería de arte.
El 29 de noviembre, Geri recibió una carta enviada desde París por un misterioso Vincenzo Leonard, que le decía: «Tengo La Gioconda y deseo devolverla a mi país». Desconfiado, aunque intrigado por la oferta, el anticuario le propuso que lo visitara en su galería de Florencia. En el primer encuentro, Peruggia se presentó como un patriota italiano que estaba dispuesto a restituir La Gioconda a Italia a cambio de una recompensa de medio millón liras. «Sólo exijo la promesa de que nunca regresará al Louvre», le dijo.
El encuentro decisivo, finalmente, se realizó el 10 de diciembre. El galerista Geri, acompañado por su amigo Giovanni Poggi, director de la Galleria degli Uffizi, se presentó en el Hotel Tripoli e Italia, donde residía Peruggia. Envuelto en una tela roja, en el doble fondo de su baúl, el carpintero tenía el original de La Gioconda con el sello oficial del Louvre al dorso de la tabla.
Para ganar tiempo, Poggi le dijo a Vincenzo que, antes de pagar, quería someter el cuadro al peritaje de los expertos de la Galleria degli Uffizi. Mientras el ingenuo carpintero esperaba en el hotel, Geri y Poggi confirmaron la autenticidad del cuadro y alertaron a la policía. Peruggia se dejó detener sin resistencia. Cuando fue juzgado, un año y medio más tarde, sus abogados consiguieron probar que había actuado por motivos patrióticos y obtuvieron una sentencia simbólica de un año y medio de prisión. Salió de la cárcel a los siete meses, en plena Primera Guerra Mundial.
Lo importante es que finalmente La Gioconda volvió al Museo del Louvre el domingo 4 de enero de 1914, en medio de una movilización popular que tuvo aspectos de verdadera fiesta nacional. Su aventura había durado exactamente 2 años y 111 días durante los cuales -como corresponde a una de las mayores divas de la cultura universal- consiguió estremecer los cimientos del imperturbable mundo del arte internacional.
En Estados Unidos los republicanos luchan por recortar el presupuesto federal; en Grecia, una posible restructuración de la deuda refuerza la austeridad. Los gobiernos, ante la presión de los especuladores, optan por hacer pagar el costo a la sociedad. En cambio, los islandeses proponen enviarle la factura de la crisis a quienes la provocaron.
Isla pequeña, grandes preguntas. ¿Deben los ciudadanos pagar por la locura de los banqueros?¿Existe todavía alguna institución vinculada a la soberanía popular capaz de oponer su legitimidad a la supremacía de las finanzas? Esto es lo que estaba en juego en el referéndum organizado el pasado 10 de abril en Islandia. Ese día el gobierno sondeaba la opinión de la población por segunda vez: ¿aceptan ustedes reembolsar los depósitos de particulares británicos y holandeses en el banco privado Icesave? Y, por segunda vez, los habitantes de la isla devastada por la crisis iniciada en 2008 respondieron “no”; lo hizo el 60% de los votantes, contra el 93% en la primera consulta, en marzo de 2010. Read more »
A la edad de veinte años, Alejandro sucedió a su padre, Filipo de Macedonia (336). No sólo había heredado la soberanía de Grecia, sino también el gran proyecto de su padre: el de arrastrar a los pueblos helénicos a la conquista del Imperio Persa. Tras confirmar su poder en Grecia, a la edad de 26, tomó Tiro, Egipto y Babilonia e incendió Persépolis, abandonada por Darío en su huida.
Pasaron sólo tres años, para que condujera sus tropas a las llanuras sofocantes de la India, buscando los límites del mundo. Pero entonces sus soldados, hacedores de innumerables proezas, agotados, se negaron a seguirlo. Se vió entonces obligado a regresar a Babilonia, al corazón de un Imperio inmenso, a la medida de su genio. Allí lo encontró la muerte, tenía tan sólo 33 años. Corría el año 323.
Alejandro era griego de educación. Su preceptor había sido el gran Aristóteles. Leía a Herodoto, Eurípides y Píndaro, y recitaba la Ilíada de memoria. Pero continuaba siendo macedonio por sus tendencias místicas, sus arrebatos, por el furor que lo invadía tras sus excesos y que lo convertía en alguien capaz de todo, desde lo más sublime hasta lo más vil.
Creía ser un Dios. En su infancia, su madre, Olympia, le repetía que era descendiente de Aquiles, de Heracles, del mismísimo Zeus. Su grandeza no se debía solamente a su ciencia militar incomparable, a su fogosidad, a la desmesura de sus ambiciones. Más aún que por sus conquistas, fue grande por la empresa que acometió: la fusión de Occidente y Oriente, dos mitades de un mundo fragmentado.
Cuando pisó el suelo de Asia, clavó en ella su lanza en señal de posesión. Allí no humillaría a los “bárbaros”, sino que intentaría aproximarlos al mundo griego. Fue por eso que contrajo matrimonio con princesas asiáticas, y obligó a sus oficiales y soldados a tomar por esposas a mujeres persas, en bodas gigantescas. Treinta mil niños fueron educados a la griega.
Pero el imperio mundial no sobrevivió a la muerte de su fundador. Sus generales se lo disputaron en el curso de ásperas luchas, haciendo repartos sucesivos: el Egipto de los Tolomeos, el Asia Anterior de los Selçéucidas, la Europa de los Antígonos, subsistieron como jirones de un Imperio desmembrado. Pero la semilla griega se había expandido. Del Egipto al Turkestán, fueron fundadas ciudades que difundieron el helenismo y que fueron a la vez influidas por la cultura oriental.
En 1805 se me designó como cura párroco de la ciudad de Maldonado, en el actual Uruguay. Allí me sorprendieron las Invasiones Inglesas de 1806 y 1807, durante las cuales fui acusado de conspirar con jefes de las tropas españolas. Por esa razón, quedé encarcelado hasta la rendición de los ingleses.
En 1808 volví a Buenos Aires donde me hice cargo de una parroquia de la ciudad. En 1810 adherí a los movimientos políticos que desembocaron en la Revolución de Mayo. Participé en el Cabildo abierto del 22 de mayo, donde voté por el inmediato cese en sus funciones del virrey Cisneros.
Me desempeñé como vocal de la Primera Junta, en la cual apoyé varias de las propuestas de Mariano Moreno. Debido a mi carácter sacerdotal, fui el único integrante de la Primera Junta en votar en contra del fusilamiento de Liniers, que había encabezado una contrarrevolución en Córdoba.
En diciembre de 1810 voté a favor de la incorporación de los diputados de las ciudades del interior del antiguo Virreinato, lo cual llevó a la transformación de la Primera Junta en la Junta Grande. Dicha votación me distanció de Moreno, quien se había opuesto a dicha incorporación.
Siendo miembro de la Junta Grande, un paro cardíaco me provocó la muerte el 31 de enero de 1811. Fui el primer miembro de los gobiernos patrios en morir durante el ejercicio del cargo.
Nací en Buenos Aires en 1754. Estudié en Málaga y Sevilla, España. Cuando regresé al Virreinato me incorporé al ejército como subteniente de artillería y luché contra los portugueses en la Banda Oriental.
En 1802 alcancé el grado de coronel y fui designado comandante del Batallón de Voluntarios de Infantería de Buenos Aires. En 1806 y 1807 defendí la ciudad de las Invasiones Inglesas.
En 1810 participé activamente de la Revolución de Mayo por lo que fui elegido vocal de la Primera Junta. La Junta me encargó la organización del Ejército y del reclutamiento de los hombres sin ocupación de Buenos Aires, los llamados «vagos y mal entretenidos».
Luego del alzamiento saavedrista de abril de 1811 fui desterrado a San Juan, por simpatizar con las posturas de los morenistas. Pero al año siguiente pude regresar a Buenos Aires.
En 1819 participé en el Congreso General que sancionó una constitución que lamentablemente fue rechazada por la mayoría de las provincias. Decían que era demasiado centralista.
En 1828 representé a la Argentina en las negociaciones que siguieron a la Guerra contra el Brasil. Al año siguiente fui expulsado de la capital por orden del general Juan Lavalle, que había fusilado al gobernador de Buenos Aires Manuel Dorrego.
Luego de la derrota de Lavalle y de la llegada al poder de Rosas, pude volver a Buenos Aires, donde fallecí a los 77 años, en 1833.
Durante alrededor de trescientos años, el imperio español, sometió y explotó a los originarios habitantes y legítimos dueños de estas tierras, también sojuzgó, discriminó y negó derechos a quienes nacieron en este suelo. El rey de España era nuestra máxima autoridad, el que decidía nuestro destino, para bien o para mal. Decidía con quien comerciábamos, qué producíamos, que región se veía beneficiada por la apertura de un puerto y cual era destinada a la marginalidad por su falta de riquezas. Funcionarios españoles ocupaban los más importantes cargos en el gobierno, en la iglesia, en el ejército, en la sociedad toda.
Pero este mundo, que parecía eterno e inconmovible, comenzó a resquebrajarse desde sus mismos cimientos, cuando conceptos como libertad e igualdad abandonaron las frías letras del papel para ganar un lugar en el corazón del pueblo, que lo hizo suyo y lo elevó como bandera.
Hace ya 201 años, en las tierras del Virreinato del Río de la Plata, un grupo de patriotas sintió que ya era hora de terminar con siglos de opresión. No todos pensaban igual, no todos compartían los mismos métodos. Algunos, los más revolucionarios querían cortar todo vínculo existente con España, otros, más moderados, entendían que todo cambio debía ser paulatino, meditado y medido. Para ello se organizaron y discutieron, pero siempre en la búsqueda de acuerdos, que se vieron reflejados en el acta del 25 de mayo, en la que se conforma el primer gobierno patrio, pero todavía a nombre de Fernando VII, el rey español preso a manos de Napoleón.
Por primera vez los hijos de estas tierras manejaban los hilos de su futuro, por primera vez, el pueblo había descubierto que tenía voz y más aún, que era dueño de su propio porvenir.
La Revolución de Mayo no significó la independencia de nuestro país, tampoco la solución a todos los problemas existentes, pero significó el nacimiento de nuestra patria, y hoy nos debe llenar de orgullo el recordar lo que hicieron estos hombres, que lo arriesgaron todo, que lo perdieron todo y que pocos años más tarde fallecieron sin el reconocimiento de su esfuerzo y sacrificio.
La revolución de mayo, inició un proceso que culminaría seis años más tarde en Tucumán, cuando se declaro nuestra independencia. En aquellos hombres que integraron nuestro primer gobierno patrio podemos encontrar muchos ejemplos de conducta, de integridad y de lucidez que hoy tanto nos hacen falta.
Por eso hoy los recordamos, para conocerlos mejor, para no olvidarlos, para rendir justicia a su memoria. Podés conocerlos mejor a través de estas páginas, “en primera persona”, te invito.
Nací en Barcelona, España, en 1765. Allí me graduó de piloto naval. Junto con mi hermano Miguel, obtuve un permiso de la Corona española para comerciar con las colonias americanas. Luego de varios viajes al Río de la Plata me radiqué en Buenos Aires en 1793, donde abrí una floreciente tienda comercial.
Defendí Buenos Aires de las Invasiones inglesas de 1806 y 1807, alistándome como oficial en la compañía de Miñones.
Llegué a lograr una posición influyente en el Cabildo de Buenos Aires, desde la cual respaldé los pedidos del partido patriota. Asistí al Cabildo Abierto del 22 de mayo, donde voté por la destitución del virrey Cisneros.
Fui vocal de la Primera Junta de Gobierno. Más tarde integré la Junta Grande, de la cual fui su presidente cuando Cornelio Saavedra viajó al norte para ponerse al frente del Ejército. Con los ingresos que obtuve del comercio apoyé financieramente a los primeros gobiernos patrios y a las expediciones militares al Alto Perú y Paraguay.
A partir de 1813, dirigí la fabricación de armas y fusiles, y la confección de uniformes militares. En 1817, luego de la Declaración de la Independencia, decidí retirarme de la vida política. Desde entonces me dediqué únicamente a la actividad comercial. Fallecí en 1831, cuando tenía 66 años.
Nací en Buenos Aires, el 3 de junio de 1770. Mis padres me llamaron Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano. Estudié en el Real Colegio de San Carlos y luego en las Universidades de Salamanca y Valladolid, en España.
En 1793 me recibí de abogado y a partir de 1794, ya en Buenos Aires, me desempeñé como primer secretario del Consulado. Desde esta institución me propuse fomentar la educación y el aprendizaje de oficios que se pudieran aplicar al beneficio de estas tierras. Algunos años después, fundé las Escuelas de Dibujo, de Matemáticas y Náutica.
En 1806 me incorporé a las milicias criollas para defender la ciudad de las Invasiones Inglesas. A partir de 1808, cuando llegaron al Río de la Plata las noticias de la invasión francesa a España, tuve una activa participación en el movimiento protagonizado por los criollos y que derivó en la Revolución de Mayo. Luego del 25 de mayo me desempeñé como vocal de la Primera Junta.
A fines de 1810, se me encomendó la dirección de la expedición al Paraguay, que lamentablemente terminó en fracaso. Ya en 1812, se me encargó la defensa de las costas del Paraná contra los ataques de los realistas de Montevideo. Fue en ese entonces que decidí crear nuestra Bandera Nacional, el 27 de febrero de 1812.
En el Norte dirigí el éxodo del pueblo jujeño y vencí a los realistas en Tucumán y Salta. Luego vendrían las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma y me retiro del Ejército del Norte, que dejé en manos de San Martín. Como premio por los triunfos de Tucumán y Salta, la Asamblea del Año XIII me otorgó una importante suma de dinero, que destiné a la construcción de cuatro escuelas públicas en Tarija, Jujuy, Tucumán y Santiago del Estero. Lamentablemente, el dinero donado fue destinado por el Triunvirato y los gobiernos sucesivos a otros fines.
En 1816 participé activamente en el Congreso de Tucumán, que proclamó la Independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
A partir de entonces, ya enfermo, me retiré de la vida política. Morí en Buenos Aires, el 20 de junio 1820, pobre y olvidado por mis contemporáneos, que en aquel entonces comenzaban a enfrentarse en sangrientas guerras civiles.
Nací en Buenos Aires, el 23 de septiembre de 1778. Las primeras letras las aprendí de mi madre, Ana María Valle, que era una de las pocas mujeres de su época que sabía leer y escribir. Luego de cursar estudios en el Real Colegio de San Carlos, me doctoré en Teología y Derecho en la Universidad de Chuquisaca, en el Alto Perú.
En 1804, me enamoré de una joven de Charcas, María Guadalupe Cuenca. Nos casamos al poco tiempo y un año después, nació mi único hijo, Marianito. En 1805 regresé a Buenos Aires, donde ejercí la profesión de abogado.
En 1809 escribí la llamada Representación de los hacendados, en la que defendí la libertad de comercio, que era reclamada por los ganaderos del Río de la Plata, para comerciar directamente con Inglaterra y otra potencias europeas. La redacción de este documento me acercó a los sectores revolucionarios, que venían formándose desde las Invasiones Inglesas. Esos sectores me propusieron para que ocupara el cargo de secretario de la Primera Junta. Desde ese cargo, impulsé la creación de una biblioteca pública y la circulación del periódico la Gazeta de Buenos Ayres.
Derrotado en Córdoba un levantamiento contrarrevolucionario, impulsé el fusilamiento de sus cabecillas, entre ellos el ex virrey Santiago de Liniers.
En agosto de 1810, presenté a la Junta un Plan de Operaciones, en el que propuse promover una insurrección en la Banda Oriental, seguir fingiendo lealtad a Fernando VII para ganar tiempo y expropiar las riquezas de los españoles. También recomendé seguir «la conducta más cruel y sanguinaria con los enemigos» para lograr el objetivo final: la independencia absoluta de la patria.
El Plan de Operaciones no fue del agrado del presidente de la Junta, Cornelio Saavedra, quien representaba a los sectores conservadores que proponían postergar la declaración de la Independencia. El enfrentamiento con Saavedra se agudizó cuando comenzaron a llegar a Buenos Aires los diputados elegidos por las ciudades del Virreinato. Yo propuse que esos diputados integraran un Congreso Constituyente. Saavedra, que se fueran incorporando a la Junta. Sometida la cuestión a votación, solo recibí el apoyo de Juan José Paso.
Fue entonces que renuncié a la Junta y viajé a Europa para comprar armamentos. A los pocos días de zarpar me sentí muy enfermo. Me agravé rápidamente y finalmente morí el 4 de marzo de 1811, tras ingerir una medicina que me suministró el capitán del barco. De acuerdo a la reglas de navegación de la época, mi cuerpo fue arrojado al mar envuelto en una bandera británica. Nunca pude leer las muchas cartas que mi amada Guadalupe me siguió escribiendo sin saber que ya había muerto.