por el Prof. Alejandro H. Justiparán
La Declaración de la Independencia fue, básicamente, un acto de coraje, en uno de los peores momentos de la emancipación americana. En el norte del continente, Bolívar había sido derrotado, Chile estaba nuevamente en manos de los realistas, que además amenazaban Salta y Jujuy y apenas si eran contenidos por las guerrillas de Güemes. Para complicar aún más la situación, Fernando VII había recuperado el trono de España y se preparaba una gran expedición cuyo destino sería el Río de la Plata. La Banda Oriental estaba virtualmente ocupada por los portugueses y en Europa prevalecía la Santa Alianza, contraria a las ideas republicanas. En ese momento crítico, difícil, el Congreso convocado en la ciudad de Tucumán proclamó la existencia de una nueva nación, las “Provincias Unidas en Sud América”, libre e independiente de España y de cualquier otra potencia extranjera. Fue un gran compromiso, el rechazo valiente de una realidad adversa, un acto de coraje.
Esta declaración formal es, sin duda, un acto concluido, definitivo, de efectos permanentes. Una etapa cerrada. A partir de allí, corresponde la edificación misma de la independencia material de Argentina. Es este un proceso abierto, dinámico, de indudable relevancia presente y futura, que se ha ido edificando lentamente en el pasado y que aún reclama un esfuerzo sostenido de la comunidad nacional.
Aquel primer momento del proceso de nuestra independencia que concluyó el 9 de julio de 1816, fue sin duda dramático, apasionante, lleno de una voluntad transformadora y de un espíritu fundacional para una nueva Nación. Hoy nos parece como un hecho lejano, desprovisto de los elementos de la pasión humana, casi abstractos. ‘Romper las cadenas de la opresión’; ‘Formar una nueva y gloriosa Nación’ son hoy expresiones grandilocuentes, lejanas. En 1816 eran parte de la realidad cotidiana, de los desafíos que se planteaba una dirigencia política muy joven que, con audacia, asumía los riesgos de enfrentar a Europa. No queríamos ser un pueblo colonial. Queríamos ser, ni más ni menos, un nuevo Estado, libre e independiente en la comunidad internacional. Aquel primer momento de nuestro camino como nación soberana está terminado. Lo que nos queda ahora es la construcción de un auténtico estado libre e independiente. Fue el desafío de 1816 pero también lo es del presente. La independencia no se agota en el reconocimiento internacional de nuestro derecho a determinar libremente, sin injerencia externa, nuestra organización política. Implica también, como una lógica consecuencia, que nos sea reconocido el derecho al desarrollo económico, social y cultural, sin limitaciones ni ataduras.
Hoy parece que el mundo nos impone un orden que nos resigna a un destino de dominación inevitable. Pero, así como en 1816 un grupo de visionarios no creyó que nada podía cambiarse, hoy nuestro deber es el de luchar para poder llenar nuestra independencia de los contenidos propios de un desarrollo sostenido. A todos y a cada uno de nosotros como argentinos nos cabe un rol protagónico en este sentido. Nuestra lucha, nuestro desafío hoy es el de construir un país con trabajo digno, justicia independiente, educación de calidad, solidaridad e igualdad de oportunidades para todos. Un país que merezca ser vivido, que nos haga sentir orgullosos, que no deje a nadie afuera. Esta Argentina de hoy, este pueblo que celebra sus 206 años de vida independiente, no puede relegar ni desprenderse de ese legado, aunque padezca períodos de temor y desorientación, aunque se yerre mientras se avanza, siempre nos debe guiar la voz de la libertad, de la dignidad humana, de la responsabilidad ante nosotros mismos, de la defensa de los derechos humanos. Ninguna crisis, ningún temor, pueden torcer su destino ni apagar su fecunda vocación de grandeza, mientras respaldados en la historia, se conserve la fe en el porvenir.
Se lo debemos a aquellos hombres que forjaron nuestra historia, y también se lo debemos a nuestros hijos. Entonces, y sólo entonces habremos materializado un país independiente y soberano.
Alejandro Justiparán
Prof. en Historia y Ciencias Sociales